27 octubre, 2006
Entrega diez
(En donde entenderá que la gordura en los niños es algo que merece toda la atención del mundo).
Novena Hipótesis
LA GORDURA EN LA NIÑEZ
Muchos de los conflictos que sufrimos en todo el transcurrir de nuestra existencia tienen mayor o menor incidencia en nuestras almas de acuerdo al tiempo de vida en que debamos soportarlos. No es igual quedar huérfano a los cincuenta años, por ejemplo, que a los siete; como no lo es perder el empleo a los veinticinco que a los cuarenta y ocho.
La gordura no es un conflicto de excepción si nos referimos al tiempo en el que comience a desarrollarse. No es para nada lo mismo engordar a partir de los treinta que desde la más tierna infancia. Es más: creo que las diferencias en este aspecto son mucho mayores (y muchísimo más graves) que todos los demás conflictos usuales a los que deba uno enfrentarse.
Uno es niño los primeros doce años de su vida, adolescente los siguientes doce, pero adulto los sesenta o setenta restantes.
Y es en la adultez cuando se nos presentan los conflictos de suma importancia, de real valor. Es en la más larga etapa de nuestra existencia cuando debemos afrontar los problemas profesionales o laborales; la elección de quien será, es lo que anhelamos, nuestra pareja para siempre; el traer al mundo a nuestros hijos, criarlos y educarlos; el hacernos de una posición económica acorde a nuestras posibilidades, con la que nunca estaremos conformes pero a la que, forzosamente, tendremos que adecuarnos; el afrontar con profundo dolor la lógica y natural desaparición física de nuestros mayores. Es, indiscutiblemente, en este último y más prolongado periodo cuando tenemos que enfrentarnos a las circunstancias más trascendentales, a los conflictos más difíciles de resolver.
Desde que adquirimos el uso de la razón la vida nos enfrenta a pequeños “conflictos de entrenamiento”.
Las pequeñas dificultades de nuestra primera niñez nos van entrenando, gradualmente, para resolver las que a medida que pasa el tiempo se van sucediendo, haciéndose cada vez más complicadas.
El lápiz rojo que se nos perdió en el Jardín de Infantes nos hizo llorar amargamente a causa de la enorme angustia que nos produjo tan grande pérdida. Ahora, ya adultos, nos enternece y hasta nos da risa aquella “semejante preocupación”, pero en aquel momento el drama era considerado por nosotros como el más importante, el más conmovedor.
A medida que vamos creciendo nos consternan en igual o mayor grado situaciones realmente cada vez más importantes: la partida del gran amigo a vivir a otra ciudad; la muerte de nuestra mascota; el abandonar a nuestros queridos compañeros y maestros de la escuela primaria para insertarnos en el desconocido y lleno de incertidumbres mundo de los estudios secundarios. Nuestros primeros desengaños amorosos; las grandes angustias de los exámenes de fin de año; las amargas discusiones con nuestros “retrógrados y anticuados padres” que no entienden a la progresista juventud de la que somos “parte fundamental”. Los primeros ardores de la sexualidad; La Facultad o nuestra iniciación en el mundo laboral...
Voy a poner en esta novena Hipótesis todo el énfasis del que sea capaz.
DEBEMOS COMENZAR A ERRADICAR LA GORDURA EN LOS NIÑOS LO MAS TEMPRANO POSIBLE.
Y si la persona que nos preocupa ya ha dejado de ser niño, si es ya un adolescente, entonces tendremos que redoblar nuestros esfuerzos para impedir que lleguen a la adultez estando aún gordos.
Le ruego lea lo que sigue con la mayor atención.
De boca de todos los médicos que hablan sobre este tema siempre he escuchado el concepto “la obesidad en la infancia”, o la adjetivación “niño obeso”.
Estoy y estaré siempre radicalmente en contra de esas expresiones.
Ya en la primera Hipótesis le informé sobre lo que creo es la más acertada definición de la palabra “obeso”. Desde hace muchos años pienso que la actual acepción universal de ese vocablo es un verdadero desperdicio semántico.
Etimológicamente el término aparece por primera vez en el año de l737, y fue tomada del latín obêsus, que significaba “el que ha comido mucho”. Participio de obedere: ·comer·, ·raer·, a su vez derivado de edere ·comer·, con el agregado del prefijo ‘ob’ que significa ‘por’, ‘a causa de’.
Literalmente esa palabra podría ser usada en muchísimos de los pacientes de problemas ocasionados, casualmente, “por comer mucho”, pero la medicina (no se a quién se le habrá ocurrido la luminosa idea por primera vez) la utiliza exclusivamente como el superlativo de “gordo” –y muchas veces como su sinónimo–.
Siempre me han hecho mucha gracia (y también esto me ha dado vergüenza ajena) las “terribles” discusiones de mis colegas, en congresos y publicaciones, sobre en qué exacto momento un gordo deja de estarlo para pasar a la “oprobiosa” categoría de obeso. Todos son irreductibles en su postura, aunque la mayoría la va cambiando según las épocas o las modas académicas. Con fanáticas defensas de sus posiciones, algunos sostienen que es obeso el que tiene más del 20 % de su “peso teórico” (sic). Otros más estrictos ponen como límite el 15 %; y los más condescendientes el 25 %. (¿Qué cosa será el peso teórico?).
El peso teórico o ideal: -¡Oh, el peso teórico!...
Se han desarrollado “terribles batallas intelectuales” para llegar a establecerlo.
Se han ideado cientos de fórmulas para llegar “a la verdad” de la cuestión.
Pondré algunas a su consideración para que comprenda el por qué de mi enojo (o de mi estupefacción).
Fórmula de Brocca:
“El peso en kilogramos ha de ser igual a la talla en centímetros menos cien”
Si mide usted 172 cm de altura debe pesar setenta y dos kilos para considerarse delgado. Con esta fórmula uno viene a descubrir que todos los que padecen enanismo están gordos, ya que no se conoce en la historia de la humanidad ninguna persona de l,02 m de altura que tan solo pese dos kilos (esto último no es más que una ironía del autor).
Fórmula de Bornhardt:
“El peso en kilogramos es igual a la talla multiplicada por el perímetro medio torácico”.
Se considera delgado al que el resultado le dé 240.
Indice de Pirquet: (Ahora la cosa se complica un poco más).
“Si se multiplica el peso por diez, se divide el producto por la altura sentado (?) y al cociente se le extrae la raíz cúbica, el resultado normal ha de ser cien”.
Es obeso quien obtiene valores mayores de cien (sic).
Indice de Pignet: (Lo conocí por primera vez en mi Servicio Militar).
“Es el resultado de restar a la talla el perímetro torácico y luego el peso”.
Normal: entre 15 y 25. Los “obesos” obtienen valores más bajos.
Hay muchísimas más (decenas más). Me encantaría comunicarle todas las que he encontrado, pero estoy seguro que usted se aburriría y pasaría las hojas por alto, por lo que todo mi “trabajo de investigación sobre como se determina mediante las matemáticas quién es normal, quién esta gordo y cuál obeso” se transformaría en algo total y absolutamente inútil.
Pero déjeme, por favor, que le exponga una última.
Indice de masa corporal (IMC): Es el resultado de dividir el peso en kilogramos por el cuadrado de la talla en metros. Este nuevo intento tiene algo en particular: es lo último de lo último, y está de moda en todos los círculos académicos.
Al principio se consideraban valores normales los que oscilaban entre 20 y 25, luego sus mentores se pusieron más condescendientes y establecieron que es "normal" la persona que se encuentra entre 18 y 27. Es claro, seguramente algún musculoso señor de 1.83 m de altura y 90 Kg sacó cuentas y el resultado le dio 26.87, por lo que, seguramente, fue y protestó. Y como no es tan sencillo discutir con un musculoso fortachón de 1.83 m y 90 Kg, no hubo mayores inconvenientes en subir los límites de la normalidad a 27, y si subimos dos puntos el máximo admitido, es justo que se compense el mínimo con una reducción semejante. ¡Pero no se harán más concesiones, ¿estamos?!
Ahora viene lo feo:
Quienes están entre 27 y 30 son considerados obesos de grado I (sic).
Entre 30 y 40 obesos de grado II
Mayores de 40 obesos de grado III. A este “grado de obesidad” también se la denomina “Obesidad Mórbida” (Sabe Dios que cosa, exactamente, será “padecer obesidad mórbida”, ya que para los defensores del concepto obesidad-enfermedad, como morbo quiere decir enfermedad, viene a resultar que la obesidad mórbida en una ”enfermedad enferma” -Dios les ampare-).
Anécdota personal:
Cuando era niño, cada vez que le preguntaba a mi padre sobre quién inventó alguna cosa, él me respondía siempre con una jocosa expresión (quiero decir que siempre me hacía el mismo chiste). –“Alguien que no tenía nada que hacer”, me decía. Luego, obviamente, me daba la respuesta correcta o, si no la sabía, íbamos a investigarlo en nuestra enciclopedia.
–Papá, ¿Quién inventó el teléfono?
–Alguien que no tenía nada que hacer...
–Papá, ¿Quién inventó la radio?
–Alguien que no tenía nada que hacer...
Fin de la anécdota.
Si mi padre viviera, estoy seguro de que cuando le preguntara –¿Quiénes inventaron esas fórmulas?–, me contestaría, pero esta vez como única respuesta, sin ir a consultar a la enciclopedia –Algunos que no tenían nada que hacer.
¿No piensa usted lo mismo? ¿En que evidencias se habrán basado para interpretar que las personas que “entran” dentro de sus cifras de normalidad son delgadas, o gordas, según le den las cuentas?
¿No habrán advertido –me pregunto– que la condición de delgadez es el resultado de una autovaloración, de una autoapreciación individual e irrepetible? (con respecto a esta última cuestión debo advertir que existen autoapreciaciones patológicas, que son aquellas que hacen de sí personas “flacas” que aun se ven “gordas”, por lo que deciden seguir muriéndose de hambre para conseguir “lo que sueñan”. De todo este farragoso tema hablaremos más adelante).
Caramba, cuánto tiempo perdido pudiendo haberlo invertido en cosas mucho más productivas: conversar un poco más a fondo con cada paciente gordo que concurre a la consulta, por ejemplo. Inquiriendo más sobre sus intimidades; opinando sobre sus conflictos; intentando la forma de buscar entre médico y paciente una solución individual para él.
Tratando de enseñar a sus alumnos que es más productivo investigar en el alma de cada uno de los que piden su ayuda, su sabio consejo, que pretender sistematizar, estandarizar cada complexión corporal con una fórmula matemática.
Entendiendo, y haciendo entender a sus discípulos, algo tan elemental como que la medicina no ha sido, ni podrá serlo jamás, una ciencia exacta, y muchísimo menos en estos menesteres de la figura humana, de la estética del hombre (aún con sus excesos o sus defectos.
Se preguntará usted, a estas alturas, cuál fue el origen de querer establecer quién es quién, o quién es el que está bien y cuál el que está mal. Quizá piense que la respuesta está en la misma pregunta, pero le informo que no es así.
Cuando los gordos comenzaron a pedir ayuda a los médicos, estos, como ya hemos visto en la cuarta Hipótesis, advirtieron que como comían mucho se les debía restringir el alimento hasta que lograran su “delgadez”. Pero comenzaron a observar que si los gordos seguían empeñados en comer poco, seguían “adelgazando” y “adelgazando” (recuerde que en realidad enflaquecían y enflaquecían), por lo que se vieron en la urgente necesidad de poner límites.
¡Sí señor!, todo este universo de fórmulas surgió de la “necesidad de saber cuando parar”.
Es por eso que considero a todo esto una real y lastimosa pérdida de tiempo. Es por eso que estoy seguro de que mi padre, que era bastante irónico, me hubiese contestado que idearon todas esas ecuaciones porque no tenían nada más productivo que hacer.
En realidad el límite al adelgazamiento ha de ponerlo la misma fisiología. Es muy simple: cuando un gordo hace las cosas bien (a su momento trataré de explicarle qué cosas creo yo es hacer las cosas bien), cuando logra desembarazarse de la última molécula de grasa extra que le queda de las que había acumulado como “despreciable” reserva, ya no tiene nada que perder.
Mi abuela, que era andaluza, siempre decía: “De donde no hay, mucho no se puede quitar”, y tenía toda la razón. Si a un gordo se le esfuma toda la grasa que tiene de más, ¿qué otra cosa ha de seguir perdiendo si hace las cosas como Natura manda?
Obeso, decíamos en el glosario de la primera Hipótesis, es quien utiliza su gordura como mecanismo de defensa psicológico.
Los niños, al no estar psicológicamente maduros, no están capacitados para usar un mecanismo tan estructurado como defensa.
Digámoslo de una vez:
Todos los niños que están gordos son “accidentales”.
Lo están porque quienes se encargan de su crianza les ofrecen, o no les prohíben, comer cosas que los engordan.
Mas no todos ellos engordan con la misma facilidad. Si le damos a un grupo de infantes la misma mala alimentación, algunos no engordarán, otros lo harán un poco, y finalmente, un reducido número engordará exageradamente.
Aún no sabemos el porqué de esas diferencias, pero con toda seguridad es la genética la que está implicada.
De todas maneras, si un chico tiene gran tendencia a engordar, la gordura no es el final obligado: si come bien no ha de desarrollarla.
En ellos la gordura también es un conflicto. Y, además, un conflicto que puede ser eclipsante.
Se sienten discriminados, marginados. Sus compañeros se mofan de su condición en forma aparentemente cruel (digo aparentemente porque esa aparente crueldad no es la misma que la de los adultos. En su corta edad aún no han tenido el tiempo suficiente de aprender los límites de la urbanidad que sus educadores –padres, tutores, maestros– se empeñan en que adquieran).
El conflicto que les crea su condición diferente hace que se diluyan los de entrenamiento de que hablábamos más arriba. El sentimiento de minusvalía que les crea su gordura eclipsa a los pequeños, y a veces grandes (pero para ellos siempre graves) conflictos de preparación para las etapas que están por venir. Luego, no se entrenan para resolverlos y entran en etapas sucesivas de sus vidas con muy mala capacidad de adaptación a los conflictos del segundo tipo, que han de hacerse cada vez más importantes y trascendentes a medida que vayan creciendo.
Cuando se transforman en adolescentes sus conflictos se hacen, invariablemente, más complejos. Pero como no se han entrenado para resolverlos, transcurrir su adolescencia se les hace cada vez más difícil (a veces, literalmente, insufrible) por lo que no encuentran otra solución mejor que eclipsar los problemas que en ella enfrentan permaneciendo gordos o, peor, engordando aún más.
Es por eso que hace un rato le decía que si un niño ha entrado gordo a su adolescencia, debemos redoblar los esfuerzos para impedir que lleguen a su adultez escondidos detrás, o dentro, de ese eclipsante conflicto.
Hay un viejo acertijo, creo que chino, que inquiere: ¿Hasta donde se puede entrar en un bosque?.
La respuesta es “hasta la mitad”. Después de traspasada la mitad ya se está “saliendo de él”.
El punto que limita la niñez con la adolescencia sería, para ese acertijo, la mitad del bosque. Cuando se lo traspasa, cada día que transcurre es un día menos para llegar a ser adultos, y un día menos en la preparación que permitirá sortear, con la menor dificultad posible, la más larga y embarazosa etapa no es poca cosa (en los más o menos treinta y cinco mil días que a cada uno nos tocan vivir, uno solo parece no significar nada, pero cuánta gente ha cambiado su destino en un solo día, es más “en tan solo un momento de un solo día”). Es esa la causa de la urgencia en “redoblar los esfuerzos en los adolescentes” para lograr que adelgacen lo más anticipadamente posible a su adultez. Para darles el tiempo suficiente a que se enfrenten, sin conflicto eclipsante, a las cada vez menos ocasiones de conflictos de entrenamiento que aún les quedan por resolver para llegar a las realmente trascendentales de su futura larga vida de adultos.
Son muchas las cosas que podemos hacer para que un niño adelgace. Pero son muchas más las que no debemos hacer.
Me parece más urgente y productivo que comencemos por las segundas.
Hace muchos años, la evidencia hizo que se me ocurriera una especie de refrán que trato de inculcar a todos los allegados a mis pacientes gordos, a todos los que pueden hacer algo para que las cosas sean más fáciles en su empresa: “Nunca le digas a un gordo que está gordo, él ya lo sabe”.
En general ese tipo de comentarios se hace con el sano objetivo de ayudarles. Todos los que los aman tienen la intuitiva idea que enfrentándolos al problema ellos se “darán cuenta” y comenzarán a hacer algo para mejorarlo.
Me siento con todo el derecho de hablar de esto porque en mis principios yo también hacía ese tipo de comentarios: “ –Usted está gordo..., tiene que adelgazar“.
Cuando era muy joven estaba convencido de que mi autoridad de médico me permitía la licencia de hacer ese tipo de recomendaciones. Al fin, ese tipo de consejo, pensaba, no era muy distinto que indicaciones como –tome estos remedios– o –haga lo que le prescribo–. Si ellos venían a mi consulta debían salir de ella con las instrucciones que mi buen sentido me dictara. Después de todo, acudían a pedirme ayuda para sanar ¿No?
Si me consultaban por algún mal en sus articulaciones, y estaban gordos:
–Está gordo, tiene que adelgazar......................
Si lo hacían por su corazón, su hipertensión o su diabetes:
–Está gordo, tiene que adelgazar.......................
Más no estoy arrepentido de esa inexperta actitud, finalmente todos sabemos que se aprende más con los errores que con los aciertos.
Cuando a un niño se lo hostiga por su gordura lo único que se consigue es reafirmar su inconsciente idea de permanecer en ella. Si le reforzamos su conflicto poniendo en evidencia el disgusto que nos crea, no estamos haciendo más que fortalecer su condición de “eclipse de problemas importantes que, por algún motivo, no pueden ser resueltos”
Si le damos a conocer nuestra angustia por su gordura, él, inconscientemente por supuesto, comenzará a usarla para chantajearnos. Ante una negativa a cualquiera de sus pedidos, se verá ante la compulsiva necesidad de comer cosas que sabe que lo engordan para ponernos en falta: –Yo estoy gordo por tu culpa. Porque te negaste, porque no accediste a mis pedidos o a mis caprichos.
Primer consejo:
Jamás ha de hablarse de su gordura delante de él. Es más, debe prohibirse, a todo el que se pueda, tratar el tema en su presencia.
Segundo consejo:La palabra “gordura”, sus sinónimos y las expresiones eufemísticas que se refieran a ella, deben ser desterradas definitivamente del vocabulario del hogar.
Tercer consejo (y este es, a mi juicio, el más importante):
NUNCA, JAMAS, LLEVE A SU NIÑO GORDO A UN MEDICO PARA QUE EL TRATE DE RESOLVER “EL PROBLEMA”.
Los niños asocian medico con enfermedad. Si se lo lleva a la consulta, sabiendo él que por ese motivo se lo lleva, se le está enviando un metamensaje erróneo: estás enfermo, y eso no es cierto. Por favor, que aprendan desde chicos que la gordura no es una enfermedad, eso evitará, nada menos, que en el futuro alguien los estafe con la supuesta excusa de “curarlos”. ¿Se da usted cabal cuenta de qué enorme cantidad de frustraciones podríamos evitarles?
Cuarto consejo:
Todos los padres, o encargados de crianza, se sienten culpables cuando su niño se transforma en gordo. Pues deben desterrar de su mente ese inexacto, improductivo y torturante sentimiento. Todos le dan a sus hijos lo que a uno le han dado, o lo que no han podido consumir en su niñez por no importa qué motivo, por eso aquello de –A mi hijo no ha de faltarle de lo que yo carecí cuando tenía su edad–. Es muy noble, demuestra mucho amor, pero a muchos de ellos les hace mucho daño.
Quinto consejo:
Si algún día lo sorprende comiendo algo “groseramente engordante”, no haga ningún tipo de comentario, ni siquiera el más mínimo gesto de disgusto o reprobación. Si lo hiciera, él comenzaría a comer ese tipo de cosas a escondidas, y si eso ocurre casi no hay ningún tipo de estrategia que dé resultados.
Analicemos a continuación las cosas que podemos hacer para ayudarlos (se verá que, desgraciadamente, ahora todo se torna mucho más difícil y complicado).
Sexto consejo:
Si estamos decididos a acudir en su auxilio, la primera condición es que él no se entere. Ni siquiera debe sospecharlo, por obvias razones de las que ya hablamos más arriba.
Séptimo consejo:
Lentamente, tomándose mucho tiempo (estoy hablando de “meses”), vaya dejando de ingresar en su hogar productos engordantes. La excusa de un trastorno económico –que todos padecemos en mayor o menor medida– siempre da muy buenos resultados. Aunque en realidad es verdaderamente antieconómico gastar dinero en comidas o bebidas que no tienen ningún valor alimenticio, pero sin pretender llegar al fanatismo: es divertido eventualmente consumir algo rico sin importar si es nutritivo o no, o si engorda o no. A lo que me refiero es a lo cotidiano. El “comer barato” es exactamente lo contrario, a la larga cuesta mucho dinero. Pero ya hablaremos de esto más in extenso en la hipótesis sobre mi propuesta alimentaria, algunas páginas más adelante.
Los niños aceptan y aprenden con extraordinaria facilidad el concepto de economía y el de racionalización de los gastos. Introdúzcalo poco a poco, muy lentamente, en el mundo de la correcta nutrición sin que él sepa que lo está haciendo; debe tener la idea de que no se lo está enseñando nadie más que la propia experiencia de vivir. Las “lecciones magistrales”, en estos temas, jamás dan resultados.
Por supuesto que el resto de la familia, aunque no exista en ella ningún otro gordo, deberá adaptarse a las nuevas conductas (por eso anoté unas líneas más arriba “difícil y complicado”).
Ultimo consejo:
Introduzca lo que sigue en su mente, en forma indeleble:
LA GORDURA EN LA NIÑEZ NO DEJA NINGUNA SECUELA ESTÉTICA.
NO HAY, ENTONCES, NINGUNA PRISA PARA QUE UN NIÑO ADELGACE.
Y SI HAY BASTANTE TIEMPO POR DELANTE: ¿PARA QUE APURARSE?
El hecho de que deje de seguir engordando es un muy buen logro; y el de que poco a poco vaya “desengordando” es un extraordinario logro, pero ATENCIÓN: nunca se le ocurra ponerle de manifiesto que su figura “ahora está mejor”. Esa actitud es tan nefasta para él como la de recriminar su gordura. Usted pensará que un comentario de ese tipo puede llegar a estimularlo en sus logros, pero le aseguro que debido a los extraños mecanismos de nuestra psiquis el efecto siempre es el contrario. Veintiocho años de experiencia, de escuchar miles de historias, hacen que pueda asegurárselo.
“De este tema no se habla”, debe ser un lema que ha de cumplirse a rajatabla.
25 octubre, 2006
Entrega nueve
(En donde verá un palmario ejemplo del uso del orden por el terror)
Octava Hipótesis
LA GORDURA NO PRODUCE TODAS LAS ENFERMEDADES DE LAS QUE SE LE CULPA
En la sexta Hipótesis le comentaba que todo el mundo “sabe” que la gordura es la causa de un sinnúmero de padecimientos que se generan a partir de ella. Y en la Hipótesis pasada, que ese “conocimiento” es utilizado por muchos colegas para aterrorizar a sus pacientes gordos creyendo, cándidamente, que de esa forma, que con esa estratagema, se logrará más éxito que dejando todo en las exclusivas manos de “la fuerza de voluntad” de cada uno de sus consultantes.
Espero haberlo convencido de lo perjudicial que es para el espíritu del gordo esa actitud, cuando en la inmensa mayoría de las veces no se consigue más que transformarlo en un gordo muerto de miedo.
Pero lo peor de todo es que casi ninguna de las “terroríficas” consecuencias que se atribuyen a la gordura es cierta.
Exceptuando a los problemas estrictamente mecánicos originados en el necesario sobreesfuerzo de transportar todo el tiempo el exceso de peso de la adiposis: problemas osteoarticulares (artrosis, artritis, deformaciones de los ejes fisiológicos en la estructura de los miembros inferiores y columna vertebral, fundamentalmente.), venosos (várices y hemorroides: agrandamiento patológico de los diámetros de las venas a causa de la dificultad que el acúmulo de grasas que se encuentra dentro de la cavidad abdominal crea al retorno venoso de la mitad inferior del cuerpo al presionar la vena cava inferior que es la que, al fin, colecta la sangre transportada por todas las venas de la región, y la vuelca al corazón, por lo que se entorpece la circulación de todo el sistema, con aumento subsecuente de la presión intravenosa y su final agrandamiento a causa de ese aumento de presión en forma constante.), o al simple hecho de llevar encima una capa exageradamente gruesa de grasa de depósito, como la “apnea del sueño” (ataques pasajeros de insuficiencia de la regulación automática de la respiración mientras se duerme), o el llamado “síndrome de Pickwick” (somnolencia producida al estarse quieto y distraído a causa de la menor ventilación producida por una respiración automática entorpecida por el peso de la capa de grasa que se encuentra debajo de la piel que rodea la capa torácica, lo que disminuye el contenido de oxígeno en la sangre y el consecuente y pasajero deterioro de la función cerebral que regula la vigilia). Toda la otra extensa lista de patologías asociadas a poseer una capa de tejido graso más voluminosa que lo habitual NO ES CIERTA.
Todo el discurso que inculpa a las grasas extras de semejante lista de males, se debe a una errónea interpretación de los datos estadísticos, a una forma equivocada de interpretar la Evidencia.
Es real que las personas gordas sufran más frecuentemente de todo lo que a la gordura se atribuye (diabetes, dislipidemias, hipertensión...). En una población de gordos, realmente, hay más diabéticos e hipertensos, por ejemplo, que en una de delgados. También el aumento patológico de los valores de las grasas que circulan en la sangre se ve más en los primeros que en los segundos. Pero, a ciencia cierta, nada tiene que ver en estos fenómenos el mayor o menor grosor del tejido graso de cada uno.
Los gordos son más proclives que el resto a padecer todo ese tipo de cosas, pero no por la gordura que portan, sino POR LOS ALIMENTOS QUE DEBEN CONSUMIR PARA PROCURARSE O MANTENER ESA GORDURA.
Este concepto es muy importante, pero podría decirse de él que no es más que un razonamiento especulativo. Mas ya se verá que no lo es para nada.
Todos, absolutamente todos los gordos lo están porque comen mal (invariablemente se alimentan muy mal).
Muchos de los delgados lo son por varias razones, incluso porque algunos de ellos comen bien.
Para explicar mejor esto último digamos que hay, cuanto menos, cuatro tipos de delgados:
1.– Delgados genéticos:
Son aquellos que a causa de las intrincadas combinaciones de genes que les han dado origen, o a algún error en la combinación, tienen una incapacidad para acumular grasas de depósito. No importa cuán bien coman (y en general comen tan mal como los más gordos de los gordos), han nacido sin el protector tejido que puede acumular energía para utilizarla cuando su aporte exógeno escasee. Son, casi siempre, personas de aspecto lánguido, macilento. Generalmente ellos tienen tantos o más conflictos que los gordos en lo que se refiere a su estructura corporal, a su aspecto. Los gordos, al final, pudiesen tener un cuerpo armónico, y hasta esbelto (si su genética les es favorable), si se lo permitieran. Mas los delgados genéticos no pueden hacer absolutamente nada para lograrlo (si es que opinaran que la estética del cuerpo que Dios les ha dado no les gustase). Y cuando pretenden lograrlo, lo único que consiguen es empeorar la situación.
Una persona delgada pero de cuerpo muy magro, pretende solucionar su conflicto “engordando” (como dicen ellos). Para eso hacen todo lo contrario que los gordos que adelgazan: engullen cuanto carbohidrato se les pone enfrente (y si no los tienen van y los buscan). Están tan subyugado por la “científica idea” de que comiendo mucho se engorda, que ellos intentan realizar la experiencia para resolver su conflicto.
Pero se sienten defraudados, ya que cuanto más y peor comen, más flacos se ponen (cosa que los desconcierta –y desconcierta a la mayoría de mis colegas–. Pobres, no entienden nada).
A fines de los años setenta llegó a mis manos un librito que promocionaba una dieta que en esas épocas era famosa, por lo menos en todo occidente, “La dieta médica Scarsdale”. En el capítulo XIII, y en la página 148 de la edición en español, su autor contesta una supuesta pregunta que una paciente le había hecho alguna vez, sobre qué podía hacer ya que era “muy delgada” y quería “aumentar de peso”. La respuesta me consternó: el autor le comentaba que ese era el problema de unos cinco millones de estadounidenses por esos tiempos; que “no era de fácil solución para las personas que pesan poco y a las que no les importa la comida”. A continuación aconsejaba un plan de dos semanas de abundante alimentación como para “subir de cinco a siete kilos” (debo reconocer que luego advertía, cautelosamente, que ese plan no era para seguir toda la vida). Acto seguido, y después de aconsejarle sentarse a engullir no menos de tres descomunales comidas diarias, le daba una lista de los alimentos que debían formar parte de esas “panzadas”: alimentos con altísimas “calorías” (maíz en lugar de zanahorias –?–; frutas envasadas en almíbar; caramelos; tortas ; helados; –agregue crema y azúcar a los cereales– Etc., etc., etc.).
Mi pobre colega, no sé en base a qué evidencia, suponía que si una persona delgada magra (preocupada por su aspecto) comía lo que a los gordos engorda, engordaría (valga el juego de palabras).
Muchos de mis pacientes “flacos” que en todos estos años me consultaron con el objeto de “engordar”, me han contado experiencias parecidas con los médicos a los que previamente habían consultado. Curiosamente, y contrariando lo que aparentemente sería de sentido común, el resultado siempre había sido un empeoramiento de su condición, cosa que los descorazonaba. Sin embargo la explicación de ese fenómeno es muy simple.
Cuando incorporan a su dieta habitual una enorme cantidad de carbohidratos, lo hacen a expensas de disminuir -generalmente en forma muy fuerte- la incorporación cotidiana de sustancias plásticas –proteínas y grasas– (de hecho, muchas veces directamente las excluyen de su dieta). No pueden acumular excesos de hidratos de carbono porque carecen, genéticamente, del tejido adiposo que se encarga de este vital trabajo, y, encima, como están carecientes de aminoácidos y ácidos grasos esenciales, se los piden prestados a sus músculos, exactamente igual que como vimos en la Cuarta Hipótesis, por lo que lo único que consiguen es enflaquecer, y, obviamente, desmejorar aún más su aspecto.
A su momento veremos qué hacer ante estos casos.
Por supuesto que hay delgados genéticos que gracias a una muy buena contextura ósea y muscular (también heredada) poseen cuerpos envidiables. E, inclusive, algunos lo tienen más grueso de lo que quisieran.
Para hacer todo más inteligible, se me ha ocurrido que es interesante dividir a los cuatro tipos de delgados en cinco grupos, de acuerdo a su aspecto físico:
– Muy magros.
– Magros.
– Usuales (o armónicos).
– Gruesos y
– Muy gruesos.
2.– Delgados instintivos:
Son los que, solo Dios sabe el porqué, comen tan solo lo justo y suficiente de las substancias plásticas y energéticas que necesitan para vivir en salud, por lo que teniendo capacidad de acumular carbohidratos si los hiperconsumieran, al no hacerlo mantienen un cuerpo óptimo toda su vida.
3.– Delgados ocasionales (o transitorios):
Denomino así a aquellos que permanentemente realizan un gran consumo energético–metabólico mientras mantienen una cuota alimentaria adecuada a las demandas (grandes fumadores, deportistas de alta exigencia, trabajadores encargados de labores que requieren mucho esfuerzo físico, padecientes de determinadas enfermedades…).
Pero una vez que cambian sus condiciones, dejando de fumar, por ejemplo, o de hacer deportes, o sanando, siguen incorporando alimentos en las cantidades anteriores, por lo que ahora comienzan a ahorrar energía y engordan.
4.– Delgados culturales:
Son los menos, pero existen. Por causas religiosas, educacionales, costumbristas o personales, han hecho del acto de alimentarse tan solo otro simple acto más de los necesarios para vivir en pleno estado de armonía –o con la mayor que se pueda lograr–.
Después de muchos años descubrí que son los únicos que tienen derecho a ser sanamente envidiados.
Todas estas disquisiciones parecen intrascendentes. Al fin qué importa si todos creen que es la gordura la generadora de un sinfín de patologías si es lo que a los gordos, en general, les ocurre realmente.
Qué importa diferenciar si es la gordura en sí o son los alimentos que los gordos deben consumir para conseguirla o mantenerla.
Espero convencerlo de que el haber aclarado todo lo que ha leído en esta hipótesis es de gran importancia.
En general los delgados, fundamentalmente los genéticos, a causa de todo lo erróneo que escuchan o leen sobre el origen de tantas patologías “asociadas a la gordura”, están totalmente convencidos de que están exentos de tanta lacra.
Ha de conocer usted a un buen número de ellos que comen, casi en forma desafiante, una impresionante cantidad de pésimas cosas escudándose en la falsa pero tranquilizadora idea: –¡Si a mi no me engordan!
Todos los envidian (especialmente los gordos), pero al principio del blog les comentaba que yo no entiendo el porqué de esa envidia.
Convenciéndose de que no es la gordura sino la mala alimentación la causante de todos los males asociados a ella, el que se mal alimente “porque no engorda”, aunque no engorde también está expuesto a las consecuencias de esa mala comida.
Pero peor: los gordos, aunque más no sea de vez en cuando, se someten a cuidados alimentarios a veces hasta por largos períodos (de los que han consumido anfetaminas ya hablaremos en la duodécima Hipótesis). Los “yocomodetodoporquenoengordo” no lo hacen nunca, y como generalmente se sienten bien (esas patologías comienzan a dar síntomas cuando llevan años de instaladas) ni siquiera concurren con alguna frecuencia a algún médico con el objeto de controlar su salud.
Y cuando sienten algo que los obliga a consultar...
Vamos, no es lo mismo llamar a los Bomberos cuando apenas se siente un leve, raro y desacostumbrado olor a humo, que cuando la mitad de la casa se encuentra en llamas.
Por eso les ruego, modestamente, a mis colegas que se dedican a la comunicación social de temas científicos dedicados a la gordura y la obesidad, que cambien sus discursos. Que adviertan que pretendiendo utilizar el orden por el terror para algunos, les están tapando las narices a muchos de los que se les está quemando la casa, por lo que no lo advertirán hasta que sufran el calor de las llamas.
21 octubre, 2006
Entrega ocho
(La actitud del paciente que acude al médico siempre está matizada -aunque en su mayor parte inconscientemente- de disgusto y miedo, su más profundo deseo es recibir consuelo y ayuda, más que curación, y su fe y esperanzas estarán dirigidas hacia una manifestación mágica de estas mercedes.
Nunca crean ustedes que estos elementos puedan estar totalmente ausentes, por mucho que los disimule la educación, la razón o una aparente franqueza. –Wilfred Trotter-)
Séptima Hipótesis
EL ORDEN POR EL TERROR
Los seres humanos somos animales gregarios: debemos convivir con otros de la misma especie para poder desarrollar a pleno todas nuestras capacidades.
Esa condición nos ha obligado, desde siempre, a compartir grupos más o menos numerosos. Y el vivir en comunidades desarrolló la necesidad de imponer el orden imprescindible como para que la vida de cada uno transcurra pacíficamente, o con la menor cantidad de sobresaltos posibles. Vamos, para que uno se sienta reconfortado de vivir en sociedad.
Las leyes y reglamentos que cada grupo se impone por convención, son el arma más antigua que el hombre ideó para que la gregariedad sea factible o, en el último de los extremos, tolerable. Para extraer de aquella condición la mayor cantidad de beneficios posibles.
El orden es el elemento fundamental para que cualquier conjunto humano pueda coexistir en cualquier espacio físico con felicidad.
La vida nos ha enseñado que hay, por lo menos, cinco maneras de mantener dicho orden.
Podrían denominarse como sigue:
1.– El orden por la cultura.
Es el que nos permite cierta convivencia en base a pautas morales adquiridas en el transcurrir de nuestra existencia.
Con los ejemplos podrían llenarse varios tomos, pero tan solo uno o dos nos darán la idea.
* El no hacer algo que ofenda a los otros, usando para ello el egoísta
argumento de que lo hacemos porque nos da placer.
* El ser corteses con los demás para que su convivencia con nosotros les sea agradable.
2.– El orden por la persuasión.
Es el que se consigue convenciendo a alguien sobre los beneficios que han de traerle a él, o a quienes le rodean, el mantener algún tipo de orden en determinado aspecto de sus vidas.
3.– El orden por el estímulo.
También los ejemplos de este segundo tipo podrían llenar varios libros, pero solo uno será suficiente para que usted comprenda a qué me refiero.
* El premiar a alguien que haya realizado una labor correcta, sabiendo él, de antemano, que si procede correctamente será recompensado.
4.– El orden por el temor.
Es el orden que en general imponen las leyes y reglamentos: si actúo de mala forma recibiré un castigo a causa de mi mala actuación.
Muchas veces en una madrugada fría y lluviosa, cuando tenemos gran prisa por llegar a casa, nos enfrentamos, en una desolada calle de nuestro barrio, con un semáforo en rojo que nos ha de detener algunos “interminables” segundos. A pesar de que advertimos que si lo traspasamos nada malo ha de ocurrir ya que somos los únicos que a esas horas estamos transitando, el temor a que un inspector agazapado detrás de un árbol, o alguna indiscreta cámara fotográfica, advierta nuestra falta y nos imponga una dolorosa multa, nos obliga a respetar la señal resignadamente (si es que nuestra cultura no nos alcanza para hacernos desistir de la idea de transgredir). Sentimos el temor de que al quebrantar las reglas una pena monetaria nos haga sufrir, por lo que “preferimos” acatar la ley que dice “Ante un semáforo en rojo detenerse hasta que, trocando a verde, nos permita el paso”
5.– El orden por el terror.
Esta es, sin dudas, la forma más odiosa de mantenerlo.
Usted imaginará muchos ejemplos, pero tan solo uno aclarará perfectamente el concepto.
Cuando el Imperio Romano formó sus ejércitos, sus tropas se nutrieron de una inmensa mayoría de reclutas con capacidades culturales prácticamente nulas.
El verticalismo en su estructura era (y sigue siéndolo en los ejércitos modernos) la única forma posible de mantener el orden y llevar a la victoria en las luchas para las cuales se les preparaba.
Mas ¿Cómo podría conseguirse de gente tan basta la obediencia necesaria para el éxito en la empresa?
Seguramente no por la persuasión y menos aún por la cultura. El estímulo no era suficiente. E insuficiente era, también, el temor.
Entonces los Generales apelaron al único modo posible: el terror.
Imaginemos a una Centuria practicando para marchar ordenadamente.
Todos moviendo las piernas al unísono. Comenzando la marcha con la pierna izquierda y siguiendo la cadencia: derecha–izquierda–derecha...
Trate de imaginar el desorden ocasionado en los movimientos de una muchedumbre provista de una cultura tan poco evolucionada (la inmensa mayoría ni siquiera sabía qué era derecho y qué izquierdo).
¿Qué hacían entonces los Generales para solucionar tan formidable problema? Pues simplemente usaban el orden por el terror.
–“¡¡A quien equivoque el paso se le decapitará!!”
Y cuando habían decapitado a cuatro o cinco, delante de todos, con juicios más que sumarísimos, los restantes componentes de la escuadra, aterrorizados por la posibilidad de una segura y cruel muerte ante el más mínimo error, marchaban tan sincronizadamente como si lo hubiesen hecho desde su primera infancia.
La pena de muerte que en muchos países aun se utiliza, no es más que un desesperado intento de mantener cierto orden: –el que asesinare será, a su vez, asesinado– No ha dado ningún resultado, según muestran las más diversas estadísticas, pero a pesar de lo ilógico, cruel e inhumano, se seguirá utilizando en muchos lugares del planeta que, a pesar de todo, muestran un altísimo grado de intelectualidad.
La Medicina es la más humana de todas las ciencias.
Su cometido es el aliviar los sufrimientos de nuestros congéneres.
A nadie se le ocurriría utilizar la doctrina del orden por el terror en una ciencia que ha sido creada para asegurar el bienestar del hombre a partir del amor, la entrega, la comprensión y la compasión, pero, aunque parezca increíble, el orden por el terror es de uso cotidiano.
Y es en los “tratamientos de la gordura” en donde se ve más patentizado
–Si no adelgaza ha de transformarse en diabético, hipertenso, aterosclerótico...
Seguramente ha de quedar ciego y, en el mejor de los casos, hemipléjico, si es que la fortuna no lo premia con una muerte súbita– es la infame reconvención que escuchan de la inmensa mayoría de los médicos a quienes consultan (o de aquellos que dan consejos por radio, televisión o en la prensa amarillísima). Es así: la escuchan de boca de los médicos a los cuales han concurrido a pedir consuelo y ayuda.
Y el gordo que alguna vez ha consumido anfetaminas, que quizá le prescribió el mismo que hoy pretende aterrorizarlo (o el obeso que necesita de su gordura para, inconscientemente, diluir el cúmulo de conflictos del segundo tipo que empañan su vida, y al que nadie ha intentado enseñar cómo adaptarse a vivir con ellos para resolverlos), el gordo, decía, tampoco puede adelgazar, pero ahora es más que un gordo: se ha transformado en un gordo muerto de miedo.
Están utilizando el ORDEN POR EL TERROR, y en medicina ése es el peor de los pecados, la peor de las transgresiones.
“La actitud del paciente que acude al médico siempre está matizada, aunque en su mayor parte inconscientemente, de disgusto y miedo, y su más profundo deseo es recibir consuelo y ayuda, más que curación.....”
Qué consuelo y ayuda pretenden estar dándole al que amenazan por mantenerse en su, piensan ellos, “porfiada” idea de seguir con su gordura.
Los gordos reclaman –¡Ayúdeme a poner orden en mi vida! ¡Quiero ordenar mi salud!– y esos médicos, ilusos, pretenden usar el terror para lograr el orden,
No mi querido lector, no han de ser esos los métodos.
Estamos moral y éticamente obligados a utilizar el orden por la persuasión, por el estímulo...por la cultura. Esa es la médula de la buena praxis.
El paciente gordo tiene que salir de la consulta soñando, entusiasmado, con los beneficios que podría lograr si adelgazara. O, en el peor de los casos, convencido (totalmente convencido, quiero decir) que si su inconsciente, su otro yo, no puede hacer nada por aliviarlo, NADA MUY MALO LE VA A OCURRIR (salvo que alguna vez decida consultar a algún profesional que pretenda encaminar su destino utilizando el orden por el terror).
En la próxima hipótesis redondearemos la idea de todo esto.
18 octubre, 2006
Entrega siete
(Todos los humanos tenemos características comunes: somos bípedos, por ejemplo, herbívoros no estrictos, gregarios, necesitamos aproximadamente ocho horas de sueño por día, poseemos la capacidad de pensamiento abstracto... Padecemos conflictos).
Sexta Hipótesis
EL CONFLICTO ECLIPSANTE
Desde hace muchos años vengo sosteniendo que la obesidad no es más que la utilización de la gordura como mecanismo de defensa psicológico.
Me he opuesto siempre a la opinión oficial que sostiene todo lo contrario: la Medicina cree que el problema psicológico del gordo comienza a partir de haber adquirido su gordura.
Llegamos a aquella conclusión a principios de la década del ochenta. Por entonces habíamos formado un equipo que aparte de nosotros, dos médicos clínicos y una ginecóloga, incluía a un psiquiatra y dos psicólogas.
Convencidos totalmente, comenzamos a derivar a los gordos, que a nuestro parecer se mostraban como obesos, a los tres que estaban entrenados para tratar problemas psicológicos.
El entusiasmo del principio era muy grande (téngase en cuenta, para nuestra disculpa, que todos teníamos por esas épocas alrededor de treinta años menos que ahora).
Después de la absoluta confirmación de que no son las calorías sino los hidratos de carbono los que producen la gordura, el “descubrimiento” más importante, la idea más progresista, era la redefinición de la palabra obesidad.
Todos nos sentíamos exultantes: “habíamos comenzado a transitar el camino de la resolución definitiva de tan complejo problema” “¡Estábamos seguros!”. Teníamos un arma poderosa para derrotarlo: aparte de reeducación alimentaria, psicoterapia paralela, y sanseacabó.
Obviamente presuponíamos que la combinación de terapias no habría de resultar en todos (así funciona la medicina), pero soñábamos conque en un gran porcentaje de ellos el éxito coronaría nuestros esfuerzos. En nuestra opinión más pesimista decíamos: “es mil veces mejor un pequeño número de recuperados que a nadie”. “Nadie” es todo lo que conseguían los tratamientos ortodoxos o heterodoxos de la obesidad por esas épocas ( y, digámoslo de una vez, …por estas épocas también).
En una lista muy ordenada comencé a anotar los datos de cada uno de los pacientes que derivábamos a cualquiera de los tres psicoterapeutas.
Los principios fueron decepcionantes.
Luego de algunos años y de cientos de pacientes derivados ninguno había resuelto su problema. Estábamos abrumados por el rotundo fracaso.
“–Hay que cambiar de corriente terapéutica–“ fue la orden de emergencia que nos impusimos los médicos del grupo, por lo que comenzamos a derivarlos a otros psicólogos, a otros psiquiatras, de otras escuelas, esperando el éxito tan soñado al principio.
Pero el éxito jamás llegó. Ninguna corriente del pensamiento psicoterapéutico nos dio frutos.
Cuando a principios de los noventa anoté en mi cuidada lista al paciente seiscientos treinta y siete, decidimos ya no derivar más a ninguno.
Tendríamos que arreglarnos solos.
En enero de 1999 concurrió a mi consulta una joven de veinte años, extremadamente gorda, y con una pre–obesidad muy manifiesta, que se había sometido ya a todos los tratamientos imaginables sin “ningún resultado”.
En su primera consulta se la veía muy entusiasmada (en realidad todos se ven muy entusiasmados en la primera consulta) pero mi experiencia de tantos años me decía que no conseguiría mucho con ella. Quiero decir que no podía imaginarla alguna vez delgada y esbelta, y eso, como siempre, me puso muy mal.
No hace falta que lo aclare, pero ya, a esas alturas, sabía internamente que reeducando su alimentación y ayudándola con alguna terapia de apoyo, por mas fervor que pusiese en la empresa, no podríamos conseguir más que un decepcionante fracaso (desengordaría mucho o poco, pero luego volvería más o menos al principio, como ocurre en la inmensa mayoría de los obesos y en muchos de los pre–obesos)
Tengo por costumbre pedirle a mis pacientes que traigan con ellos unas gotas de la primera orina de la mañana cada vez que vengan a control, para con un simple pero muy efectivo análisis medir el grado de cetonuria de cada uno. CETONURIA es la presencia de cetonas en orina. Su presencia la detectábamos al poner la orina en contacto con un reactivo denominado "de Rothera" y algunas gotas de amoníaco; eso hacía que el color ámbar de la orina virara al violeta, en intensidades variables. A cada intensidad se la califica con cruces (+), si es un violeta apenas perceptible le otorgábamos solo una, si era perceptible pero muy suave, dos cruces; si era notoriamente violeta, pero transparente, tres, si era tan intensamente coloreado como para impedir ver al otro lado cinco cruces; y entre tres y cinco: cuatro. En todo proceso de adelgazamiento las grasas de reserva pasan al hígado y éste las transforma en glucosa que, como recordará, es nuestro combustible. En esa transformación de lípidos a hidratos de carbono quedan restos químicos que se denominan “cuerpos cetónicos”, que como casi todos los restos químicos de nuestro metabolismos son eliminados por la orina. Estos cuerpos cetónicos o cetonas son muy importantes, ya que si en la orina de una persona que está bajo tratamiento dietético y está perdiendo medidas y peso no se encuentran es que no está adelgazando, está enflaqueciendo, como le explicaba en la quinta Hipótesis.
Mi hábito, le contaba, es cuantificar la cantidad de cetonas en la orina con cruces (de cero a cinco). Si la cetonuria es negativa, es que el paciente ha cometido muchas transgresiones o errores. Si el resultado es de una o dos cruces, la semana ha sido relativamente buena; si es de tres o cuatro, muy buena. Si tiene cinco cruces: excelente.
Pero a mi muchacha las cosas no le iban muy bien. Su cetonuria era, semana a semana, negativa o tenía cuanto más una o dos cruces.
En la quinta visita vino acompañada por su madre. Ella quería disculpar a su hija diciendo que “no se enganchaba” en la propuesta, que “siempre comía alguna cosita” fuera de lo aconsejado, y que la causa era su gran preocupación por el mal estado de salud de ella, su mamá.
Mamá tenía un importante problema gástrico que los especialistas no atinaban a resolver, y mi paciente, muy preocupada por ese motivo, comía con alguna frecuencia cosas “prohibidas” a causa de la angustia que le provocaba tal situación.
Era la última persona que atendía esa noche, por lo que teníamos todo el tiempo por delante para discutir el tema.
Recuerdo haber comenzado la charla a partir de un cuento de mi infancia. El de aquel señor que en una noche de sábado caminaba por la calle atormentado por un horrible dolor de muelas, y se encuentra con un amigo que le pregunta el por qué de su padecimiento.
Cuando el personaje le explica su tormento, el amigo le aconseja consultar inmediatamente a un odontólogo. El pobre, a duras penas, consigue contarle que ya ha ido a la consulta de los tres que hay en el barrio pero que, por diferentes motivos, ninguno se encontraba en casa. Entonces su compasivo interlocutor le promete que él, instantáneamente, le hará olvidar el tan terrible malestar, por lo que le pide que ponga una mano en la pared, luego de lo cual le zampa un terrible martillazo en los dedos. El dolor de los dedos aplastados por tan feroz golpiza es tan terebrante que hace que el de muelas se olvide, tal como había asegurado el ocasional sanador.
Un dolor mayor hace desaparecer a otro menor.
Igual que una alegría menor es opacada por una mucho mayor. O una pena por otra más intensa.
Desde que tenemos uso de razón hemos aprendido que así funcionan nuestros sentimientos: una pasión muy grande eclipsa a una más pequeña.
Y eso pasa con los conflictos. Un gran conflicto empalidece a uno de poca monta, pero si es muy importante hasta puede diluir a la suma de varios más pequeños.
Se aclararía mejor lo que quiero decirle si calificamos a todos los conflictos con puntajes del uno al diez.
Digamos que un conflicto de nivel tres “desaparece” si al tiempo de transcurrir nos vemos envueltos en otro de calificación cinco. Le daríamos tanta importancia al segundo que el primero quedaría, literalmente, borrado de nuestra conciencia (por lo menos durante el tiempo en que estemos pensando en el conflicto mayor, por lo que cuanto más tiempo nos insuma, el menor perderá cada vez más relevancia). (Los humanos estamos dotados con el maravilloso don del pensamiento, pero se nos hace imposible pensar en dos cosas al mismo tiempo. Ése es el “secreto del éxito” del conflicto eclipsante: nos impide pensar en otra cosa mientras él esté ocupando nuestra mente).
Todos estamos rodeados de muchísimos conflictos diferentes, y la solución de la inmensa mayoría de ellos no están en nuestras manos. Y no lo están porque no sabemos, no queremos, no podemos o ni siquiera nos animamos a intentar solucionarlos.
Y semejante cantidad de conflictos insolubles nos abruma.
Mas no nos abruman tanto los conflictos en sí, sino la incertidumbre que nos produce su permanencia en nuestras vidas (son las incertidumbres las responsables del famoso stress).
El no saber si alguna vez serán resueltas puede llegar a enajenarnos.
Y como no podemos vivir con tanta incertidumbre, hacemos, inconscientemente, lo que la vida nos ha enseñado: nos “metemos” en un conflicto que eclipse a todos los demás.
Digamos, volviendo a las matemáticas, que si todos juntos suman siete, nos involucramos en uno (volvámoslo a decir: inconscientemente) de grado ocho, por lo que todos los otros dejan de tener valor. Por lo menos el valor de hacernos sufrir por ellos.
Y uno engorda, por ejemplo, y como la gordura es tan minusvalidante en estos tiempos, adquiere tal dimensión que opaca a cualquier otra pena (inclusive a la suma de muchas otras penas).
La gordura, que es el conflicto que nuestro inconsciente ha elegido, tiene una condición muy importante: puede uno salir de ella “ni bien se lo proponga”, creen erróneamente todos (–Cuando yo lo decida, adelgazo–).
La charla no surtió efecto en mi joven paciente, pero la idea quedó definitivamente afincada en mi conciencia, en la parte de mi cerebro que se dedica a la comprensión de tan intrincado asunto.
Como era de esperar, desde el día siguiente comencé a comentarlo con mis otros pacientes que sufrían problemas semejantes. Gracias a Dios muchísimos de ellos son extremadamente inteligentes, por lo que poco a poco nos fuimos adentrando en lo más profundo del tema.
“EL CONFLICTO ECLIPSANTE”, ésa era la cuestión.
El panorama se abrió como un abanico.
Allí está el secreto de todo, y durante más de veinte años no nos habíamos dado cuenta.
A partir de ese momento comencé a entender muchas otras cosas: ¡En cuántos conflictos nos “metemos” los humanos, pensando que de ellos podremos salir cuando nuestra voluntad lo disponga, para así opacar los sufrimientos que nos producen aquellos por los que no podemos hacer nada para resolver!..
Una paciente, también de apenas veinte años, me dijo hace unos días y con total seguridad, después de hablar de todo esto –No ha de haber en el mundo alguien que no tenga algún conflicto eclipsante– ¿Se da usted cuenta que tengo razón cuando digo que muchos de mis pacientes son muy inteligentes?.
Muchos de los gordos que me consultan (la inmensa mayoría) se “meten” en la gordura, sin quererlo por supuesto, con el objeto subterráneo de buscar un conflicto para, inconscientemente, disolver, enmascarar, diluir, minimizar, a todos los demás.
A partir de transformarse en gordos discriminados, rechazados, minusvalorados (autominusvalorados), las demás penas del alma pasan a un segundo, a un tercer, plano –El problema es que “soy” gordo– piensan todos ellos.
Pero ¿qué pasa si el nivel de la suma de todos los otros conflictos aumenta?. Todos lo saben; los gordos lo saben. Cada vez que algo, repentinamente, deja de funcionar o comienza a funcionar mal, sienten una irresistible compulsión por comer.
“Angustia oral”, se le llama. (O se le llamaba. En realidad hace mucho tiempo que no escucho esa tonta expresión.)
–Cuando me siento angustiado, contrariado, desasosegado, enojado, con nuevas incertidumbres... Me da hambre.
–¿De comer carne asada?– les pregunto malintencionadamente.
–No, eso no.
–¿Quizá un trozo de queso y fiambres?
–¡No, no!– me responden siempre.
–¿Qué, entonces?
–...No sé... Pan, facturas, chocolate, helados...
–Cosas que engordan, ¿no?
–...Y... Sí...
–Entonces ¿Qué le da... Ganas de comer o necesidad de engordar un poco más?– les pregunto en un tono efectista.
–.....................................................................
Eso les da en realidad: ”necesidad de engordar”. Necesitan elevar el nivel de conflicto eclipsante.
Si la suma de todos los anteriores era siete, y con el ocho de su gordura lo camuflaban, ahora que esta nueva contradicción los subió, digamos a ocho punto treinta, necesitan elevar el eclipse a más de ocho con cincuenta para que todo, otra vez, vuelva a ser anulado por el conflicto que, ahora alimentado por la culpa de haber ingerido cosas que lo agravan, llegue a esa calificación.
Todos los conflictos pueden ser resueltos en mayor o menor medida.
A todos ellos los podríamos dividir en dos grupos. Se me ha ocurrido que para que la idea que pretendo transmitirle sea más inteligible (y para que podamos, yo mismo, mis pacientes y lectores, asimilarla mejor), denominarlos así:
* Conflictos del primer tipo, y
* Conflictos del segundo tipo.
Los del primer tipo son aquellos cuya causa desencadenante puede ser eliminada. Y si eliminamos la causa que produce un conflicto, este queda automáticamente resuelto. (“Muerto el perro se acabó la rabia”, decían nuestros abuelos, y vale como un simple y rápido ejemplo.)
Los del segundo tipo son los que la causa que los ha producido no puede ser eliminada –cualquiera sea el motivo de esa imposibilidad– (Un duelo podría ser uno de ellos. La aparición de una enfermedad crónica como la diabetes, podría ser otro; quizá un divorcio...).
Todos sabemos que hay solo dos maneras de resolver un conflicto*.
*N del A: El lector advertirá una desagradable redundancia en el uso de la palabra conflicto. Podría haber usado algún sinónimo para hacer menos fatigosa la lectura: dificultad, apuro, apremio, contrariedad, enojo, tropiezo, problema, complejidad, peligro, aprieto, trance, ahogo, brete, embrollo...y hay más, pero he decidido usar tan solo “conflicto”. La reiteración del término es poco elegante, pero totalmente intencional.
1.– Eliminar la causa que lo produce.
Es la manera ideal, la más deseable. Si uno elimina la causa que lo produce, el conflicto desaparece. (Esto, obviamente, solo puede conseguirse con los del primer tipo.) Mas si la causa que lo desencadenó no puede ser erradicada, hay otro camino:
2.– Adaptarse a vivir con el conflicto.
Si uno se adapta a vivir con un conflicto cuya causa original no puede ser eliminada, el mismo deja de ser tal... Se resuelve.
Allí está el secreto.
Los obesos tienen una, quizá, congénita incapacidad para (o a lo largo de su vida no han aprendido cómo, o ni siquiera se atreven a intentar) adaptarse a convivir con los conflictos del segundo tipo.
Ellos, ante los del primer tipo no se ven en problemas. Cuando a un conflicto se lo puede resolver eliminando la causa que lo origina, lo hacen como cualquier otra persona. Pero cuando esa no es la forma posible, su dificultad para adaptarse a vivir con ellos es tal que se ven en la imperiosa, inconsciente y subterránea necesidad de eclipsarlos (engordando, o haciendo algo por agravar la gordura preexistente, por ejemplo).
Esta última reflexión me ha aclarado muchas cosas oscuras que había observado, desde hace años, en una gran cantidad de pacientes obesos.
Me refiero a aquellos que se mostraban tremendamente exitosos en sus actividades laborales o intelectuales (profesionales, trabajadores, empresarios, artistas...).
Cuando con el correr de las consultas nos íbamos adentrando en los vericuetos de la vida privada, extracurricular, de cada uno, notaba en la inmensa mayoría que las cosas en general no estaban demasiado bien. (En casi todos ellos, en realidad, estaban muy mal.)
No entendía como podían ser tan brillantes en algunos aspectos de sus vidas, y tan opacos en otros.
Ahora creo que comprendo un poco mejor todo.
El éxito en sus actividades laborales o artísticas se construye y refuerza a partir de resolver conflictos para los cuales se han entrenado o tienen condiciones innatas para lograrlo. En las profesiones, en los trabajos, en las empresas, en el arte...la inmensa mayoría de los conflictos son del primer tipo, por eso la educación, el entrenamiento o las dotes naturales de cada cual, les hace sencillo el eliminar, con decisiones acertadas, las causas que los producen.
En el resto de la vida de cada uno, en la cotidianeidad familiar, en todo lo que es absolutamente personal y extralaboral, la mayoría de los conflictos son del segundo tipo, por lo que, como hemos dicho antes, para resolverlos deben adaptarse a convivir con ellos. Y es su incapacidad de adaptación a los mismos lo que los obliga a utilizar el mecanismo del eclipse como casi el único recurso que les permite desempañar, aunque más no sea un poco, su felicidad.
Existe algo más que todo el mundo cree saber: la gordura es la promotora de un sinnúmero de afecciones que de ella derivan: diabetes; aumento de las cifras de colesterol y triglicéridos, y descenso de las del bienhechor HDL colesterol en el torrente sanguíneo; aumento de los valores de la presión arterial... Como consecuencia de todo lo anterior: mayor incidencia de aterosclerosis, problemas cardiovasculares. Etc. etc. etc…
Pero nada de esto es cierto (Ya argumentaré esta afirmación más adelante).
Y como todo gordo “sabe” aquello, cuando ante un compulsivo ataque por consumir cosas que engordan; o ante el abandono de una dieta adelgazante que al parecer “estaba dando resultados”; o ante la inopia, ante el –No hago nada por mi gordura– el nivel de conflicto aumenta los grados que cada cual quiera imaginar. Por lo que, en consecuencia, todos los otros preexistentes o los nuevos que aparezcan o el agravamiento de alguno anterior, descienden a un plano tan bajo, que su mente directamente los desecha. Están tan eclipsados por el conflicto dominante...(–¿Qué estoy haciendo de mi vida?. Con la diabetes que tengo, con mi hipertensión y con lo que aumenté de peso en la última semana, y acabo de comerme semejante porción de postre helado...) están tan eclipsados, decía, que no tienen tiempo de pensar en ellos. Y si no dedican tiempo a meditarlos, descubren que les duelen mucho menos.
Nota a los psicólogos y psiquiatras:
Pido, humildemente, perdón por la irreverencia de introducirme en un campo que es de su absoluta competencia. Perdón por exponer esta hipótesis en un idioma tan llano; por el poco, nulo o, tal vez, pésimo uso de la terminología de vuestros conocimientos, mas me he animado a hacerlo porque en las largas charlas que sobre estos temas he tenido con algunos de mis pacientes que, casualmente, son psicólogos y psiquiatras, los noté, siempre, muy interesados en mi exposición de estas ideas, lo que me ha dado el coraje necesario como para exponerlas aquí.
Algunos me han hablado de la “negación” de los conflictos. A mi me gusta más pensar en la dilución de ellos.
Sin ser nadie en esta rama del arte de curar, creo que si lo fuera (realmente me gustaría ser experto en la materia) trataría de enfocar mi terapia en adiestrar al gordo, que por su gordura me consultare, para que aprenda a adaptarse a vivir con los conflictos existenciales cuyas causas originarias él no puede modificar, sabiendo de antemano que si no lo conseguimos, el problema que lo trajo a mi consulta no tendrá ninguna solución.
Cuando me senté a redactar esta hipótesis, el trabajo aparentaba ser casi imposible.
Desplegar lo que para mí es un formidable cúmulo de ideas en forma inteligible y convincente me obligó a reescribirlo, de cabo a rabo, cuatro veces, y muchas más ir haciendo correcciones que pensaba necesarias en cada relectura. Se me hacían imprescindibles.
Cuando después de tanto trajinar llego a esta parte del capítulo, se me plantea un problema aún mayor (una verdadera tormenta intelectual, le comentaba una noche a un grupo de amigos): ¿Qué pensará un obeso al llegar a este punto de la lectura con respecto a la posibilidad de eliminar el problema que le indujo a leer este blog?
Es harto probable que se sienta muy mal a estas alturas –yo me sentiría así, soy absolutamente consciente de eso, si tuviese su problema–.
PERO NO DESESPERE.
Es seguro que vamos a encontrar o a imaginar algunas actitudes productivas que hagan que su fe vuelva a hacer acto de presencia.
Siga leyendo, aún no está todo dicho.
Es también muy seguro que algunos de mis colegas, o de otros profesionales que se dedican al abordaje de estos temas, se sientan contrariados con el mensaje, o no estén de acuerdo con él.
Si así fuera, les ruego encarecidamente (si realmente tienen legítima vocación por llegar alguna vez a la resolución de tan espinoso y universal conflicto) me lo comuniquen, lo discutiremos, intercambiaremos ideas.
A todos los lectores que tengan inquietudes también les ofrezco que me las comuniquen. Trataré, según el tiempo me lo permita, de evacuar sus dudas, o incorporar sus razonamientos, de aceptar sus réplicas o, Dios lo quiera, establecer una nueva amistad.
Les pido por favor que utilicen la cuota de escepticismo que Dios les ha dado en su formación para estar de acuerdo conmigo en por lo menos una cosa: aceptar que las cosas como van no van.
12 octubre, 2006
Entrega seis
(En la que se pretende encender en su cerebro la duda que arde en el mío: ¿Cómo es que llegamos al año 2006 sosteniendo lo mismo que hace bastante más de un siglo: que funcionamos en base a las calorías, y que solo se adelgaza comiendo magramente?
Necio, decía Einstein, es aquel que pretende conseguir distintos resultados utilizando los mismos procedimientos).
ÚLTIMO MOMENTO: "algo raro ha pasado con este blog", hasta antes de ayer, quien no tuviese conocimiento del mismo, podía encontrarlo en la primera página del Google con tan solo anotar algunas palabras (obesidad, Cesáreo Rodríguez, El secreto...). Misteriosamente a partir de ayer esto ya no es posible: la dirección del blog ha desaparecido de la base de datos del buscador (?). Es decir, que quien no tenga conocimientos de ella, no tendrá la posibilidad de encontrarlo jamás.
Les pido, entonces, encarecidamente difundan entre todos sus contactos este blog, que por esas cosas del destino se ha encriptado "inexplicablemente".
Quinta Hipótesis
NO DEBEMOS CONFUNDIR ADELGAZAR CON ENFLAQUECER
En la Primera Hipótesis leyó dos de mis definiciones.
Se las recuerdo:
Adelgazar: Afinar un cuerpo gordo disminuyendo el grosor del panículo adiposo, o engrosar uno flaco aumentando la masa muscular, hasta obtener la imagen óptima que corresponde a la persona que se somete al proceso de adelgazamiento.
Enflaquecer: Disminuir las medidas perimétricas óptimas a causa de una ingesta escasa durante un tiempo prolongado, o por un excesivo consumo energético mientras se mantiene una cuota alimentaria igual a la habitual./* Disminuir las medidas excesivas a causa de perder tejido no graso.
A pesar de las notorias diferencias etimológicas, todos sinonimizan ambos términos, o peor, como ya dijimos para la mayoría flaco no es más que el superlativo de delgado.
Veamos el porqué de esa confusión idiomática.
Para casi todos, el comer no es más que un acto divertido. Divertido tanto como lo es ir al cine o al teatro, dar un paseo, o entretenerse con algún juego de salón, con la lectura o con la computadora.
Y como nadie se enferma por dejar de ir al cine, renunciar a la literatura o dejar de hacer alguna de las otras cosas divertidas, en la conciencia general se ha incorporado la idea que dejar de comer o comer magramente no produce mas perjuicio que no concurrir nunca más al teatro, o, por lo menos, no hacerlo por un largo tiempo.
Todos creen (porque así se les ha enseñado) que la comida no es más que pura energía. Que la boca de cada uno no es diferente a la boca de un horno en la que cuanto más combustible se hecha más calor se produce.
En realidad tan solo un diez o un veinte por ciento de lo que consumimos se transforma en energía (acepto que esos porcentajes pueden ser discutidos), el resto, como vimos más arriba, es substancia plástica que tiene como fin refabricar lo que se nos va gastando (porque he de recordarle que nos vamos “gastando” momento a momento), y es imprescindible proveernos cotidianamente de una correcta cantidad de material para la renovación –o para la reparación, si algo se nos ha dañado–.
Es seguro que nunca pensó que por su cuerpo circulan alrededor de tres kilogramos de glóbulos rojos, que está usted rodeado por entre dos y cinco kilos de piel (según el volumen corporal de cada uno, por supuesto) y que en su interior funcionan varios kilos de vísceras.
Vísceras, piel, glóbulos rojos, blancos y plaquetas, tienen algo en común: deben ser renovados íntegramente más o menos cada tres meses.
Para que se entienda mejor, digamos que exceptuando a todos los músculos y a los tejidos nerviosos, todo lo demás, inclusive los huesos, es renovado varias veces al año.
Aparte, a cada momento debemos fabricar hormonas, enzimas, prostaglandinas, anticuerpos, jugos digestivos y un sinnúmero de productos químicos imprescindibles para nuestra existencia (seguramente la osteoporosis, tan universal en estas épocas, se haya agravado, casualmente, porque las mujeres de estos tiempos comen cada vez menos y peor con el objeto de impedir el engrosamiento de su figura que ocurre con el correr de los años, cosa que es fisiológica e inevitable, y de la que ya hablaremos más adelante).
Es por todo eso que debemos comer buena comida cotidianamente.
Y, obviamente, para reponer, reparar y fabricar lo que la fisiología demanda, según hemos visto, hay que consumir un MÍNIMO INDISPENSABLE DIARIO (MID) de buen alimento: carbohidratos, proteínas, grasas, vitaminas y minerales en los que está incluida el agua.
Si se consume, por cualquier motivo, menos que el MID, o si se requiere una cantidad mayor que la habitual durante un tiempo medianamente prolongado y la cuota alimentaria cotidiana no se eleva, se está incorporando menos que el MID. Por lo que se somete al organismo a un legítimo estado de
CARENCIA ALIMENTARIA
Como decíamos recién, para casi todos el comer no es más que un acto divertido, y el hambre, muy lejos de una necesidad fisiológica básica, no es más que una pasión. Pasión que como casi todas las pasiones puede reprimirse, controlarse, dominarse y hasta suprimirse con “fuerza de voluntad” (o con algún medicamento salvador si es que la fuerza de voluntad no es suficiente. Uno siempre encuentra un “médico solidario” en esas terribles situaciones).
Pretendo demostrarle con esta nueva hipótesis que todo esto no es más que otra falacia.
Los humanos podríamos vivir en total estado de salud (me refiero estrictamente a lo nutricional) consumiendo siempre y solamente carnes y vegetales crudos, tal como lo hacen los demás animales de la creación. Pero inventamos el arte culinario, y lo inventamos tan solo para no hacer aburrido el acto obligatorio y fisiológico de ingerir los nutrientes imprescindibles cotidianamente. Tal como inventamos las tisanas, los caldos y los refrescos para quitarle la monotonía al acto fisiológico y obligatorio de beber agua con frecuencia; y los cerámicos decorados con los que revestimos las paredes de nuestros baños, para darle algo de diversión al aburrido acto, necesario y fisiológico, de vaciar nuestros intestinos cuando haga falta; o las sábanas de seda para hacer más agradable el imprescindible acto de ir a dormir (y de perpetuar la especie, claro).
Desde que los gordos se hicieron tan numerosos como para que la ciencia se ocupara de ellos, todo el planteo terapéutico se basó en un razonamiento, en un presupuesto, en una fórmula:
LOS GORDOS LO ESTÁN PORQUE COMEN MUCHO.
PARA ADELGAZAR, ENTONCES, DEBEN COMER POCO.
En base a esa observación, a ese principio tan elemental, se establecieron actitudes “curativas” que aun hoy se siguen usando con el mismo fervor, entusiasmo y tozudez que hace más de un siglo. Tal como si esas actitudes hubiesen, desde el principio, llevado a todos los “padecientes de gordura” a un final feliz.
Sin embargo en todas estas décadas, como es de público conocimiento, el problema no ha hecho más que agravarse: el porcentaje de personas gordas que forman parte de cualquier grupo humano aumenta en forma geométrica, y en la misma forma las nefastas consecuencias indeseables de las “terapias” impuestas pretendiendo disminuir el porcentaje.
Quiero creer que en este momento en su mente ha surgido una pregunta: –¿En donde está el error?–
Pues, la respuesta es muy simple:
LOS GORDOS NO LO ESTÁN PORQUE COMEN MUCHO.
(Estoy hablando desde el estricto punto de vista orgánico, en un próximo capítulo comprenderá el porqué de esta aclaración.)
PARA QUE ADELGACEN NO HAY QUE OBLIGARLOS A
COMER POCO, SINO ENSEÑARLES A COMER BIEN.
(Aunque coman mucho. Mientras coman bien.....)
La principal herramienta que se ideó en base a aquel equivocado planteo que reza que si uno está gordo es porque come mucho, fue lo que conocemos como “dieta hipocalórica”.
La filosofía del planteo hipocalórico, como ya hemos visto, es la que supone que la gordura no es más que el patológico acaparamiento de los excesos de calorías ingeridas. Para adelgazar, entonces, se deben consumir menos de las que, sesudos cálculos mediante, la persona en cuestión necesita de acuerdo a su sexo, edad y actividad. Las que falten serán compensadas con las que extraiga de sus tan odiados depósitos de grasa.
El adelgazamiento ha de ser, a todas vistas, la consecuencia lógica del proceso.
Pero todo vuelve a estar mal.
Los animales, todos los animales (carnívoros o herbívoros, estrictos o no), recuerde, no vivimos combustionando calorías, sino hidratos de carbono (más específicamente, glucosa) –aquel autor norteamericano, esa vez sí tenía razón al defender las hipótesis que se habían elaborado muchas décadas antes–.
Las tan promocionadas y oficiales dietas hipocalóricas en realidad son
DIETAS CARECIENTES
El someterse durante, digamos, tres meses, que es el tiempo aproximado de toda una renovación de nuestro organismo, a una dieta careciente (hipocalórica) significa para nuestra economía (los médicos usamos mucho esa palabra, con ella nos referimos al sistema de funcionamiento de los procesos corporales en los cuerpos orgánicos, también al cuerpo como un todo organizado. De hecho, en ningún texto médico figura la expresión “cuerpo humano”, siempre la reemplazamos por ese eufemismo: “la economía”) significa, decía, un legítimo ESTADO DE EMERGENCIA NUTRICIONAL: por falta crónica de una adecuada provisión de material de repuesto la renovación no se hará plenamente como la fisiología lo necesita.
Una dieta hipocalórica tradicional aporta al organismo, y en el mejor de los casos, no más de la mitad, pero en general muchísimo menos, del MID, por lo que luego de toda una renovación nadie pretenderá conservar sus imprescindibles tres kilos de glóbulos rojos –seguramente en este momento recuerda a aquella amiga que por someterse a una “dieta extrictísima” se transformó en anémica; o quizá se acuerde de su propia anemia si pasó usted por la prueba–.
El grosor y la calidad de la piel disminuirán (ahora quizá venga a su memoria la vez en que lo sometieron a aquella insufrible dieta de novecientas calorías –dieta Shock, que le dicen– y su piel quedó fina, pálida y ajada. –¿estás enfermo?– le preguntaban sus allegados).
Y el hígado se achica, y los riñones, el páncreas, los ovarios y los testículos (por qué cree, si no, que las muchachas “anoréxicas” dejan de menstruar, y que los varones con ese problema se vuelven impotentes. Los ovarios y los testículos se hacen tan pequeñitos que ya no pueden cumplir plenamente con su función). Y a todos los demás órganos les pasa lo mismo. Todos funcionarán al límite de la RELACIÓN EFECTIVIDAD–TAMAÑO. Y, si sigue empeñado durante mucho tiempo en las novecientas calorías, la relación ha de romperse, y cuando se rompa...
Este es el momento de sacar algunas cuentas. Si usted se alimenta con menos del 50% del MID durante un tiempo prolongado, solo renovará, digamos, el 80% de sus glóbulos, otro tanto de su piel y de sus vísceras. Decididamente las cuentas no dan: ¿cómo ha de renovar el 80% si tan solo ha consumido el 50% de material de renovación?, ¿de donde sacó la diferencia?, Esta respuesta también es fácil de entender: la proteína que le ha faltado la sacó fundamentalmente de sus músculos, querido lector. Son ellos los que ante la carencia prolongada de material proteico de repuesto a que ha sido sometido con una prolongada dieta de hambre le “prestaron” lo necesario como para renovar lo estrictamente indispensable procurando su sobrevida hasta que termine la emergencia. En estos extremos es mucho más importante la oxigenación de su cerebro, las funciones hepática y renal, por decir algunas, que la fuerza muscular. Y nuestra economía es tan sabia que prioriza las funciones vitales a expensas de otras más secundarias. El fin de esta priorización es mantener al organismo vivo el mayor tiempo posible con la esperanza de lograr que la emergencia termine y sobrevivir al evento.
Perder medidas y, fundamentalmente, peso por disminuir el número de glóbulos rojos, la masa visceral y ósea, el grosor de su piel y, sobre todo, el volumen de sus músculos
NO ES ADELGAZAR, SINO ENFLAQUECER
Y nadie ha de querer eso (exceptuando a los médicos que defienden esas brutales restricciones).
Entonces, como ya “llegó a la meta” (supongámoslo), comienza a comer como lo hacía antes, pero esta vez aún mejor que antes. Y el nuevo buen alimento le devuelve a sus músculos las proteínas que estos le prestaron. Y ante un correcto aporte de nutrientes, sus glóbulos, vísceras y piel vuelven a sus volúmenes y pesos originales, como al principio, como antes de la dieta. Y usted se mide y se pesa, y piensa que volvió a engordar. Pero no es cierto: había enflaquecido y ahora tan solo se ha recuperado.
–¡Qué bien estaba cuando estaba tan mal!– exclamó, resignadamente, una paciente a la que convencí de todo esto, cuando recordaba la “espléndida silueta” que había conseguido como premio por morirse de hambre durante varios meses...y que duro mucho menos de la mitad del tiempo que tardó en conseguirla.
Adelgazar quiere decir PERDER LOS EXCESOS DE GRASA ACUMULADA (vuelvo a aclararle que estoy hablando desde el estricto punto de vista orgánico. Mas adelante veremos que ADELGAZAR es un logro mucho más difícil de conseguir de lo que ha creído hasta ahora, pero no se desanime y siga leyendo: la gordura es un gran laberinto, pero es un laberinto del que todos pueden salir. Espero convencerlo cuando llegue el momento).
ADELGAZAR es sentirse cada vez mejor, con mejor aspecto, con más energía, con mejor humor, con la piel más lozana y fresca…
ADELGAZAR significa que sus medidas se reduzcan hasta que consiga las óptimas, las que le correspondan de acuerdo a su sexo, edad, circunstancias, actividad física, herencia y cultura. No a las que “usted quiera”, sino a las que ”le correspondan”.
NUNCA SE HA CREADO, NI HA DE CREARSE, UNA DIETA A LA QUE USTED SE SOMETA Y “ADELGACE”, Y UNA VEZ QUE ESTE DELGADO COMA LO QUE QUIERA (si, total, ya está delgado) Y NO ENGORDE MÁS
Como tampoco jamás habrá ningún medicamento que asegure su delgadez perpetua. Espero convencerlo de que no hace falta ningún “remedio” para conseguir semejante logro. Es más, toda medicación que se le indique “para ayudarlo en la empresa” está tan contraindicada como alguna vez lo estaría algún fármaco que pretendiera lograr que un embarazo dure nada más que veintiún días.
Si en estos momentos esta “a dieta”, pero al mismo tiempo está perdiendo el buen aspecto y las ganas de vivir. Si se siente cambiando un conflicto –su gordura–, por otros peores –su insatisfacción y el horrible sentimiento de que todo lo que logre será forzosamente transitorio–, no está adelgazando, está enflaqueciendo.
¿Para qué otra vez?
07 octubre, 2006
Entrega cinco
ANEXO A LA TERCERA HIPÓTESIS
En el año 1712 nace una nueva rama de La Física: La termodinámica. Es en ese año en que un inglés (Newcomen) inventa un aparato en donde el vapor de agua producido en una caldera (que no era más que el alambique de cobre de una cervecería) movía un émbolo que por artilugios mecánicos accionaba una bomba de achique que le permitía retirar el agua de las minas de carbón de su país. Ese tan simple mecanismo, con bajísimo rendimiento con respecto a la energía que se necesitaba para hacerle funcionar, fue nada menos que el que dio fundamentos a la revolución industrial que modificó radicalmente el devenir de nuestra existencia; y a esa rama de la física que cambió para siempre parte del modo de razonar de los humanos: a partir de 1712 el hombre comenzó a pensar termodinámicamente (el calor -termo- puede transformarse en fuerza, potencia -dinámica-).
A fines de ese mismo siglo, sesenta y seis años después, un notable físico francés, Lavoisier, se empeña en una titánica tarea. Él, el descubridor del oxígeno y del nitrógeno como componentes del aire que respiramos; el que acuñó aquel famoso aforismo: “Nada se pierde, todo se transforma”…, decide, pensando como era la corriente de su época (y en muchas de las venideras), termodinámicamente, investigar al ser humano como a una máquina que funciona gracias al calor.
Presuponía que los animales de sangre caliente necesitábamos “combustible” para producir ese calor que nos caracteriza. Utilizando métodos altamente sofisticados para la época en que realizaba sus investigaciones, y basándose en la denominación de kilocaloría a la cantidad de calor necesaria para elevar en un grado centígrado la temperatura de un centímetro cúbico de agua destilada (de 15º a 16º), descubrió que el calor producido por la incineración de un gramo de grasa producía nueve Kcal; uno de proteínas, cuatro; como cuatro, de la misma manera, uno de carbohidratos, y siete uno de alcohol. También, con métodos sumamente refinados estableció que cantidad de calor producía por hora un ser humano, de acuerdo a la actividad que realizare, por ejemplo un oficinista con actividad sedentaria el resto del día no laboral era capaz de producir 1800 kilocalorías (o “calorías grandes” o, simplemente “calorías”, en el uso contemporáneo del idioma) durante una jornada; y 6000 un hachero en un día normal de trabajo, descanso y esparcimiento…, y diferentes cantidades que midió en un sinfín de diversas actividades.
No sé qué le llevó a todas estas arduas y costosas investigaciones, pero era un sabio nato y se le comprende (obviamente publicó todo lo descubierto).
Casi un siglo después (en 1886) dos médicos ingleses advierten que en Londres hay más personas gordas que las que el sentido común permitía. Hacen un censo de ellas, y descubren, con asombro, que son más de 1800 (el asombro era de esperar: ellos crecieron en una sociedad en donde la gordura era signo de opulencia económica. Eran los adinerados -reyes, ministros, armadores de barcos, grandes comerciantes, banqueros…, no más de tres o cuatro decenas de personas- los que podían consumir alimentos carísimos para la época, como las harinas refinadas, el azúcar para ser usada como alimento cotidiano, la miel…, los que podían costearse la gordura. Pero ahora el pueblo, la gente “común y corriente”, la que “no debía”, estaba engordando. ¿Qué cosa estaba ocurriendo? Pobres, no entendían nada).
Ese fue el momento, creo, en que la medicina “le hecha mano a los gordos”. Los observaron y “descubrieron” que entre ellos había un factor común: todos comían mucho. Y como ellos también pensaban con razonamientos termodinámicos, fueron a revisar los trabajos del antiguo y sabio maestro Lavoisier.
-Claro-, deben haber razonado, -como consumen más calorías que las que pueden gastar en su actividad cotidiana, las acumulan en forma de grasa. Ergo: la grasa que el gordo tiene en exceso no es más que calorías, no usadas, que guarda en esos depósitos.
No habían advertido que el hombre no funciona por el calor, sino que tan solo, produce calor cuando funciona.
Pero se les disculpa. Era “su” modo de razonar, no tenían, en esas épocas, de donde tomarse para hacerlo de forma diferente.
Lo que no entiendo es por qué aún se sigue usando el pensamiento termodinámico, cuando sabemos, desde hace décadas, que todos los animales (aún los de sangre fría) somos “máquinas” quimiodinámicas: no vivimos combustionando calorías, sino metabolizando carbohidratos. Pero no es cierto que no lo entienda, sí lo comprendo, el seguir sosteniendo tenaz y porfiadamente la teoría de las calorías es un formidable negocio, del que ya hemos de hablar en las próximas semanas.
ACLARACIÓN: todo lo que ha leído en este anexo no pretende ser una hipótesis, sino una afirmación.
Y recuerde, “Los seres humanos no funcionamos gracias al calor, sino que, tan solo, producimos calor cuando funcionamos”
________________________________
Cuarta Hipótesis
DESCRIPCION DEL PROCESO
FISIOLOGICO DE ADELGAZAR
(Este artículo ha de ser muy breve, pero, por favor, no deje de leerlo).
El objetivo de esta hipótesis es reunir conceptos que han aparecido algo dispersos en las anteriores.
Si ha entendido bien el pensamiento que he expresado en ellas, pudiese pasarlo por alto, pero le aconsejo que lo lea (no le llevará demasiado tiempo). Aunque parezca un tanto redundante creo que este pequeño resumen de ideas terminará de aclararle todo.
Hay tan solo un modo de engordar: “el modo fisiológico”, como vimos en la hipótesis anterior. Es fundamental que quite de su mente la idea de que existe alguna “gordura secundaria” a otra patología: no hay ninguna enfermedad que produzca gordura.
Siempre se ha incriminado al hipotiroidismo (disminución patológica de la función de la glándula tiroides, que es un pequeño órgano que se encuentra en la parte anterior e inferior del cuello y que tiene como misión elaborar, almacenar y liberar según sea necesario, al torrente sanguíneo, dos hormonas –triyodotironina o T3, y tiroxina o T4– que requieren yodo para su elaboración y se relacionan con la regulación del metabolismo) se lo ha incriminado, le decía, en ser productor de gordura, pero eso no es más que otra falacia. En realidad, el hipotiroidismo solo conspira para que todo aquel que tenga tendencia a guardar energía en forma de grasa (que es lo normal y fisiológico) lo haga con mayor facilidad. El que padece esta tan común afección, a causa de ella tiene gran tendencia a disminuir su actividad física. La falta de deseos de realizar cualquier tipo de actividad es uno de los síntomas cardinales de esta enfermedad (se denomina “síntoma cardinal” al síntoma de mayor importancia para el médico de quien dependa establecer la identidad de cualquier patología).
El hipotiroide es “tranquilo”, “reposado”, “abúlico”; prefiere sentarse a leer que salir a caminar, quedarse a ver televisión que entretenerse con algún tipo de ejercicio. No existe en todo el planeta ningún hipotiroide que sea hiperactivo.
Si encima de todo esto su alimentación es tan mala como la de la mayoría en los tiempos actuales, su tendencia a engordar ha de ser mayor que la que sus genes le habían predestinado. Se mueve poco, luego necesita de menos energía, por lo que tendrá más facilidad (o posibilidad) de acapararla en forma de grasas si consume carbohidratos en proporción igual o mayor a las necesidades usuales del promedio de la gente.
Cuando el hipotiroidismo es muy importante y no se recibe medicación para resolver los problemas que ocasiona, se establece en sus portadores un síntoma al que se denomina “mixedema”: edema (hinchazón) producido por una substancia gelatinosa, densa, que hace aumentar, lógicamente, el peso de quien la lleve pero que “no es gordura”, si apelamos a la definición estricta de esa palabra.
Hay otras enfermedades (no vale la pena describirlas aquí) que también promueven una elevación del peso, pero no a causa de un aumento de tejido adiposo.
Obviamente cualquier persona que padezca cualquier problema de salud que promueva un aumento de peso y de medidas tiene, además, todo el derecho a estar gordo. En estos casos deben ser avisados que el tratamiento específico de la patología que los aqueje no hará desaparecer la gordura de base.
Es muy común que a los gordos se los trate con tabletas de hormonas tiroides aunque ni siquiera tengan un solo síntoma o signo de esta enfermedad. Eso también es iatrogenia (ya vimos la definición de este término en la primera hipótesis).
Luego de todo lo anterior creo que no hace falta aclarar que solo existe una forma lógica de adelgazar: “el modo fisiológico”.
Hagámosle cumplir su función a la grasa de depósito, y el adelgazamiento ha de ser el resultado forzoso.
Si una persona consume en forma cotidiana menos hidratos de carbono que los que necesita como fuente natural de energía para poder realizar sus actividades acostumbradas, su organismo recurrirá, invariablemente, al modo más económico del que dispone: transformar las grasas acumuladas en glucosa para usarla como combustible (o como elemento plástico en mucha menor medida).
Esta única forma lógica de adelgazar, no puede ser acelerada con ningún artilugio, salvo aumentando el consumo energético con algún tipo de actividad extra, como veremos en la decimosexta Hipótesis.
Todo otro tipo de “tratamiento adelgazante” que no se base en la disminución de la cuota cotidiana de carbohidratos y/o en el aumento del gasto energético, es contra natura.
Una curiosidad podría asaltarle en este momento: ¿Por qué entonces, y desde hace tantos años, el común de la gente gorda sigue sometiéndose a dietas de hambre, o a medicamentos que quitan el hambre, pretendiendo solucionar su problema?
También esta respuesta es simple: primero, porque la información que han recibido siempre es que solo se adelgaza comiendo poco; segundo, porque inconscientemente están cambiando un “conflicto eclipsante” (ya hablaremos de este fundamental tema en la sexta Hipótesis), su gordura, por otro de igual valor, ‘el sufrimiento que han de padecer con esos métodos con el objeto de librarse de ella’.
¿Es eso saludable?
Decididamente, no.
En mi vida he conocido a algunas personas que, ahora delgadas, me han contado que en una época (algunas durante mucho tiempo) han estado gordas, a veces muy gordas. Que se sometieron a dietas de hambre, o a cualquier otro tipo de método no fisiológico, enflaquecieron y luego, desde hace muchos años se transformaron en delgadas.
Cuando uno profundiza en el interrogatorio descubre un factor común en todas ellas: tenían uno o varios conflictos mientras estaban gordas y, por esas gracias del destino, se resolvieron alrededor de la época en que intentaban “su tratamiento”, por lo que una vez logrado lo que se proponían, ya no tienen necesidad de eclipsar nada volviendo a engordar u obsesionándose con el temor siempre latente de retornar a aquel estado.
No abundan ese tipo de personas, pero todos han de tener noticias de alguna.
El problema que plantean es que casi todas quieren convencer a los gordos que se cruzan en sus vidas de que hagan lo mismo que ellas hicieron, con la ilusoria (pero altruista) esperanza de que si siguen sus consejos conseguirán sus mismos logros.
Es lo que se ve en algunos de los coordinadores de los grupos de autoayuda, por ejemplo.
Es lo que hacen muchos de los médicos que pasaron por esa experiencia.
La de los coordinadores me parece una actitud bien intencionada, noble y loable. Improductiva, pero loable y noble.
Las de los médicos, esos que aconsejan a todos hacer lo que ellos hicieron para que puedan lograr lo mismo que ellos lograron, me parece... no sé como decirlo...
No quiero ser tan radical: simplemente le comentaré que no me gusta nada esa actitud.