05 noviembre, 2006

 

Entrega doce

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(Si estás gordo podrás transformarte en “delgado para siempre” tan solo si entre tus dones figuran el de la paciencia y la perseverancia. Poseerlos te garantizan que son muchos los métodos que han de darte resultado. Pero si aparte gozas del don de la picardía, sabrás elegir, con total seguridad, el que tenga más sentido común.
Si no posees ninguno de los tres, deja de preocuparte: Dios te pondrá por delante otras metas que sí podrás lograr. Pon tu mente y tus esfuerzos en ellas, y deja de lado ese horrible sentimiento de culpa que te tortura.
Convéncete de que la vida sigue siendo bella… a pesar de no ser delgado ni esbelto).


Undécima Hipótesis
EL “PACIENTE PROBLEMA”



Cuando hace más o menos un año decidí que era el momento de escribir este libro, hice, como creo que lo hacemos todos, un esquema de los capítulos que lo conformarían.
El número de ellos, a los que al final me pareció más correcto y tranquilizador denominar HIPÓTESIS, era mayor que el de mis trabajos anteriores.
Y en la lista había uno que, desde el principio, tuve intenciones de no escribir (ÉSTE).
Lo anoté “por las dudas”, por si alguna vez me animaba a hacerlo.
Lo consulté con un gran número de mis pacientes y con colegas que no se dedican a estos menesteres; lo discutimos a fondo con muchos de ellos, y la encuesta dio que sí, que a pesar de todo, costara lo que costara, debía incluirse.
El pensar que en algún momento debería hacerlo fue la causa principal que me obligó a advertir en el prólogo:
“Ha de leer en esta obra muchos conceptos que no van a gustarle.
Estoy seguro de que muchos sentirán una primera sensación de enojo cuando lean ciertas cosas que en ella están anotadas...”
. Y la reflexión, ahora mi lema, de Henri Poincarè sobre lo cruel de la verdad y lo consolador del engaño.

Desde hace muchos años acarreo un problema ético–intelectual. Miles de mis pacientes, en general extremadamente gordos, que lo estaban desde su infancia o desde hacía muchos años, fracasaban en la empresa de adelgazar a pesar de que ni el hambre ni la falta de variedad eran esta vez la excusa para el abandono.
A medida que discutíamos cada caso en particular con aquellos dos colegas de antaño se fue forjando una expresión para referirnos a ellos: “Los pacientes problema”.
Desengordaban poco o mucho, y en el mejor de los momentos, en la etapa más interesante de sus progresos, nos abandonaban.

El famoso “ojo clínico” se va agudizando con la experiencia cotidiana, con la evidencia de todos los días, y a medida que pasaba el tiempo el nuestro lo hacía de tal manera que podíamos adivinar con mucha certeza durante cuánto tiempo habrían de seguir concurriendo a la consulta cada uno de los que lograban esa calificación.
Podíamos valorar nuestro día a día perfeccionado ojo clínico en base al porcentaje de aciertos en esas predicciones, que iban aumentando mes a mes, año a año.
Llegó un momento en que después de los primeros treinta o cuarenta minutos de transcurrida la primera entrevista ya estábamos en condiciones de predecir que nuestro paciente problema seguiría visitándonos no más, ejemplo, de uno o dos meses; muchas veces “sabíamos” que ni siquiera vendrían al primer control a pesar de mostrarse, inclusive, muy entusiasmados con la propuesta.
Muchas más veces, después de la segunda o tercera visita estábamos seguros de que ya no habría una próxima. Y, desgraciadamente, casi nunca nos equivocábamos.
Lo más curioso y desconcertante era que nuestras predicciones se hacían más exactas cuanto más rápido desengordaban.
En los principios no entendíamos nada.
¿Por qué nos abandonan más rápido cuanto más rápidamente bajan?
¿Por qué siguen consultándonos más tiempo cuando su proceso de adelgazamiento es más lento?
Debería ser al revés, el sentido común decía que tendría que ocurrir todo lo contrario de lo que en realidad sucedía: quien desengordara rápido permanecería más tiempo con nosotros, estaría conforme, se sentiría feliz con los buenos logros; quien lo hiciera muy lentamente se agotaría, se aburriría, se desilusionaría y acudiría en busca de algo “más efectivo”.
Pero la realidad, con todas sus paradójicas contradicciones, era tal cual como se la he relatado.

La primera hipótesis que se me ocurrió, y con la que todos estuvieron de acuerdo, para explicar tan desconcertantes actitudes fue la de la “crisis de identidad”.
Suponía, aún sostengo esa idea y cada vez con mayor convicción, que notar en el espejo las rápidas modificaciones que iban sucediendo en su estética les producía una crisis de identidad tal que, inconscientemente, les “obligaba” a abandonar el intento.
Los parangonábamos con los adolescentes. En el momento de la literal explosión del desarrollo que ocurre en esas edades, ellos se sienten desconcertados por tan ostensibles cambios. Ven modificar su cuerpo y su manera de pensar con tanta velocidad que, al no poder adaptarse a cada cambio, porque cuando lo están logrando sobreviene otro que vuelve a desconcertarlos, podría uno decir que enloquecen un poquito.
Por eso los médicos, que somos para algunas cosas relativamente pragmáticos, a esas alteraciones de la conducta y el humor, tan estereotipadas y universales en todos los que atraviesan esa etapa de la vida, le llamamos “locuela”. Y los psicólogos, que están mejor preparados que nosotros para ese tipo de conflictos, la llaman “crisis de identidad”. Es cierto: es su identidad la que está en crisis; una crisis producida por los cambios corporales y mentales que se hacen tan evidentes a causa de la rapidez con la que ocurren que no pueden asimilarlos, y eso los enajena.
Los psicólogos tienen toda la razón.

Mas los adolescentes no tienen más remedio que soportarla.
Con el correr de los años los cambios se van haciendo cada vez más lentos, y llega un punto, una etapa, en que se desaceleran tanto que llegan a hacerse imperceptibles. En breve tiempo se adaptan a esta nueva y aparentemente “verdadera y definitiva” personalidad, con lo que la crisis se resuelve. Han llegado por fin a la “edad del juicio”.
Ellos no pueden hacer nada para evitar los cambios de su juventud. Este es un real conflicto del segundo tipo, y no tienen más remedio que adaptarse a él. La dificultad en lograr una adaptación a un nuevo cambio cuando aún no habían logrado hacerlo con el cambio anterior es la que provoca la famosa crisis.

Pero los gordos que adelgazan si entran en “crisis de identidad” no están obligados a soportarla irremediablemente hasta que aflore su personalidad definitiva; muchos deciden (ellos pueden hacerlo y no los adolescentes) detenerse en un determinado momento de su cambio y permanecer allí todo el tiempo que lo deseen (o durante todo el tiempo que lo soporten). O pueden, es lo más usual, volver al principio: a la personalidad que sentían que tenían antes de comenzado el proceso de adelgazamiento, y con la cual “estaban tan protegidos” (errónea, falsamente protegidos... pero se sentían así, protegidos).

Por todo esto es que anoté, al comenzar esta HIPÓTESIS, que desde hace mucho llevo conmigo un problema ético–intelectual.

Etico:
Porque cada vez que viene a consultarme alguien al que mi ojo clínico cree catalogar en pocos minutos como “paciente problema”, al sospechar que no logrará más que otra frustración en más o menos breve tiempo, siento que de alguna forma yo seré cómplice de esa frustración. El está lleno de anhelos y yo pretendiendo ayudarlo, de todo corazón y poniendo en la empresa todo lo que en estos años he aprendido, toda la paciencia con que Dios me ha dotado (que es mucha, juro que es mucha mis pacientes son testigos), intuyo que no podremos encontrar una solución definitiva.
¿No estamos perdiendo el tiempo ambos?
Pero para él es peor, porque aparte de su ilusión está invirtiendo dinero en el intento, dinero que si los resultados son negativos viene uno a advertir que podría haber sido utilizado para algo más productivo, o por lo menos para cosas no tan decepcionantes. Y no acaba de meterse en mi cabeza que sea del todo ético percibir dinero por un trabajo que de antemano sospecho que no ha de solucionar el problema por el que vino a buscar mi consejo.

Intelectual:
Porque a pesar de mi mucha o poca inteligencia y de las sí muchas oportunidades que he tenido para aprender a utilizarla en estas situaciones (me refiero a la enorme cantidad de “pacientes problema” que han venido a pedir mi auxilio) no consigo arribar a la solución final del conflicto que perturba a tantos (en realidad no debiera sentirme tan contrariado, al fin en todo el mundo nadie ha encontrado aún esa solución, y como van las cosas...).
Mas no se sienta usted mal, siga leyendo, no está todo dicho. (no viene mucho al caso, pero tengo necesidad de contarle que he caído en la conclusión que las personas brillantes no son “las inteligentes”, sino aquellas que saben aprovechar al máximo la mucha o poca inteligencia con la que están dotados. El éxito en la vida de los humanos surge de una ecuación: inteligencia multiplicada por la capacidad de saber utilizarla. Si se es muy dotado y se tiene poca capacidad de saber usar las dotes, se ha de tener menos éxito que el que alcanzan aquellos que tienen poca inteligencia pero gran capacidad para saber aprovecharla al máximo.)La situación es extremadamente compleja, difícil, pero no imposible de solucionar. Ya lo verá, mas lamento anticiparle que todo ha de depender exclusivamente de usted.

A fines de octubre de 1998, concurrió a mi consulta un hombre muy gordo, joven y, según la charla preliminar, una persona, que aparte de muy culta y extremadamente inteligente, mostraba, a mi modesto juicio, todos los francos indicios de saber utilizar óptimamente la inteligencia que Dios le dio.


La charla comenzó distendida, y como él también, al igual que la muchacha de la que le hablaba en la sexta Hipótesis, era el último paciente de la noche teníamos por delante todo el tiempo del mundo para enlazarnos en cualquier tema.
Desde que nació el concepto “pacientes problema”, en mi interior surgió un eufemismo calificatorio, una idea casi obsesiva que siempre quería apartar de mi mente: la de los “gordos intratables”.


Era obsesiva porque estaba seguro de que si alguna vez me animara a decírselo a alguien a quien mi buen sentido tipificara como tal, mi conflicto ético–intelectual comenzaría a resolverse.
Obviamente presuponía que no se lo podría decir a cualquier paciente. No a cualquiera puede uno decirle –Usted es un gordo intratable... Nadie puede hacer nada por usted... Yo no puedo hacer nada por usted.

El receptor, por lo menos el de la primera vez que intentara semejante comentario, debería ser una persona muy especial: joven, con capacidad de diálogo (y por eso con la aptitud de escuchar), y por sobre todo que demostrara tener un sentido común, un pragmatismo tal como para soportar semejante opinión sin salir disparado del consultorio.
La persona que tenía enfrente, esa para mí memorable noche, mi ojo clínico me lo decía, reunía todas las condiciones como para afrontar la experiencia con esperanzas.Ése era el día, ése era el paciente, ése era el momento de liberar mi conciencia de aquel formidable conflicto.

Y se lo dije.

Después de una amena charla sobre los pormenores de nuestras identidades, después de un silencio en donde un cúmulo de ideas llenaron mi cerebro haciéndome sentir como aquel que por primera vez va a zambullirse en las aguas de un mar helado y no se decide a dar el salto, se lo dije.
No recuerdo textualmente las palabras que usé, nótese que estaba obnubilado por el temor a semejante actitud, pero ahora me suena que fueron más o menos así:
–Es usted un gordo intratable... Yo no puedo hacer nada para ayudarlo... Nadie puede hacer nada...
Me sentí exactamente igual que si me hubiese arrojado a aquel mar helado: ya estaba en el agua, ahora había que sobrevivir a la situación.

A este comentario se sucedió otro silencio que para mi duró horas, pero que en realidad fue de no más de algunos segundos.
Su expresión distendida del principio cambió, se acomodó en la silla, hizo mohines (todo eso mientras yo me preguntaba –¡Por Dios, ¿qué hice?!).

A partir de ese momento se suscitó una charla que duró un poco más de dos horas. Siempre me lamenté de no contar con algún aparatejo que me hubiese posibilitado grabar esa conversación. Creo que es irrepetible.
Todo giraba en torno al hecho de que yo no me resignaba simplemente a ponerle un mote, una calificación, a los pacientes de su tipo. Que tampoco me resignaba a que entre los miles de pacientes “intratables” que en todos estos años habían concurrido a consultarme no hubiese ni siquiera uno que hubiese podido llegar a la meta que soñaba (o por lo menos acercarse a ella). Y le aseguro, querido lector, que he ensayado todas las tácticas imaginables (por lo menos todas las que yo pudiese haber imaginado).
Intenté todo tipo de abordaje dialéctico. Ideé docenas de parábolas y metáforas para tratar que cada uno me entendiera mejor.
Pero no había resultados.
La única solución que veía posible era la de una vez por todas poner sobre la mesa el nudo del intríngulis, la piedra angular de sus anteriores, actuales y futuros fracasos: enfrentarlo a la verdad. Era una actitud heroica, pero cruel y turbadora. No imaginaba otra forma mejor que involucrar al paciente en la búsqueda y el hallazgo de una solución para él. Que deje de sentir de una buena vez que simplemente todo lo que necesita es que algún médico le enseñe la fórmula mágica para alimentarse, y se pase la vida buscando a quien pueda ofrecerle esa fórmula. Que ni remotamente crea que la encontrará viniendo a mi consulta.
Que algo más debíamos hacer. Que entre él y yo debíamos planear una estrategia para solucionar el problema que le había motivado a pedir mi auxilio, y que si al fin lo lográbamos habríamos hallado el modo de ayudar a miles como él.
Se me ocurrió, y se lo comenté, que como primera medida debería escuchar mi vieja “teoría de los dos capitanes”, que dice más o menos así:

“Cuando el mar se encuentra en calma chicha, el barco puede ser piloteado sin ningún inconveniente por el último de los polizones. Pero si la nave se enfrenta con un violento temporal y tiene dos capitanes: se hunde”.

Esta parábola que uso muy a menudo para muchas circunstancias de mi vida, de la de los que me rodean, y de las de mis pacientes, surtió un agradable efecto.
El planteo era simple:
–“Imagine que está usted no en un consultorio médico, sino en el puente de un barco cuyo destino es transportarlo al país de los delgados. Sabiendo que la travesía estará signada por terribles temporales, si uno de los dos no toma el mando absoluto, si el navío es conducido por ambos con el mismo grado de autoridad, jamás llegaremos a puerto: o nos hundiremos o deberemos emprender el regreso mucho antes de arribar a la meta.”–

La idea era que si no se sometía a un verticalismo absoluto no arribaríamos jamás a un final feliz.
Yo dirigiría la nave y él no sería más que un subordinado que acataría todas mis indicaciones sin siquiera opinar (salvo que yo pidiera su opinión). Actitud muy tiránica, lo reconozco, pero la única que creía podría funcionar en estos tan complejos casos.

Sería yo el que decidiera si los logros alcanzados en cada control fuesen correctos o no.
El no debería preguntarme –¿Cuánto bajé?–, sino –¿Cómo voy?–. Si yo le contestara –¡Va usted muy bien!– él debería aceptar mi opinión. Como también debería aceptarla si le comentara que va muy mal, aunque él pensara lo contrario. Por ejemplo: si bajase mucho en poco tiempo yo le diría que la cosa no está bien (por aquello de la “crisis de identidad”, cosa de la que también hablamos), y él, a pesar de ponerse contento por creer que está logrando rápidamente lo que se había propuesto, aceptaría mi opinión, y mi recomendación de ingerir algún tipo de alimento extra que frenara su veloz “adelgazamiento” con el objeto de evitarle entrar en crisis.

Le comenté mi parecer sobre el erróneo e improductivo uso del lenguaje: él “vino a adelgazar”, y yo le expliqué que esa meta significaba para él una utopía (usando esa palabra en la más negativa de las acepciones).
Adelgazar, transformarse en delgado a partir de semejante gordura, era una meta tan lejana que, estaba seguro, podía jurárselo, después de unos meses, pensando que aún faltaría tantísimo tiempo para conseguirla, le haría desistir del intento (tal como le comentaba más arriba ha ocurrido con los otros de igual condición).

Mi planteo fue que usáramos el otro término: desengordar. La estrategia era introducirlo en una primera etapa de “desengorde”. Luego de lograda, comenzar una especie de “período de mantenimiento” que duraría el tiempo necesario como para que se adaptara a las nueva personalidad que le devolvía el espejo. (Todo el mundo tiene dos personalidades: las que todos advierten en uno, y la que uno piensa de sí mismo. Si uno le pregunta a Juan sobre la personalidad de Luis, Juan comentará que es simpático, alegre, gran amigo, fiel esposo, celoso padre, no muy alto y gordo.
Si se le preguntara a Luis sobre su personalidad, invariablemente contestaría: “soy” gordo, creo que alegre, fiel esposo...
Cuando uno inquiere a alguien sobre la personalidad de otro, la descripción siempre comienza por el contenido y termina con el “envase”.
Cuando se le pregunta a un gordo sobre su personalidad invariablemente comenzará describiendo el envase, y recién después hablará del contenido -muchas veces su autovaloración termina luego de describir el envase-.
Esa actitud es absolutamente lógica. Uno tiene la más acabada conciencia de sí mismo a través de la imagen. Y la imagen que le devuelven el espejo y las vidrieras a cada momento, es la de un señor gordo... Que internamente es buen amigo, celoso padre...).

Luego de su adaptación, iniciar otro período igual al anterior (desengordar otro poco y volver al mantenimiento para otra nueva adaptación). Y así sucesivamente hasta lograr la meta anhelada por ambos.
Le advertí que todo el proceso no podría durar menos de cinco años. Y lo aceptó.
Me contó de sus fracasos anteriores.
Le puse en evidencia que él tan solo conocía profundamente a un solo gordo (él mismo), pero que yo sabía de las intimidades de miles. Le aconsejé que aprovechara mi experiencia, que “se dejara llevar”. Y también aceptó.
El pacto se cerró cuando me dijo:
–De acuerdo, ...usted sabe de esto mucho más que yo, ...haré lo que me diga, ...me dejaré llevar. Será usted quien capitanee esta nave.

Temí durante toda la semana que ya no regresara. Mi temor era lógico, jamás le había pintado a ninguno de mis pacientes su realidad en forma tan descarnada, máxime que todo fue dicho en la primera consulta y tan solo algunos pocos momentos después de conocernos. Pero el jueves siguiente estaba allí, a la hora en que habíamos acordado.
–¿Cómo voy?–, me preguntó después de realizar los controles de rutina: estaba cumpliendo con lo pactado.
Siguió concurriendo a todas las citas puntualmente. Todo marchaba muy bien. Nos hicimos amigos.

Pero al sexto mes, sin aviso previo, dejó de venir. Como no era su costumbre ese tipo de ausencia, me alarmé y le pedí a mi secretaria que le llamase por teléfono. La excusa que esgrimió era totalmente comprensible y hasta disculpaba el que ni siquiera nos hubiese comunicado su imposibilidad de concurrir: había enfermado de parotiditis que le había contagiado uno de sus hijos. Cuando el médico que lo trataba le diera el alta, retornaría a las consultas.
Pero no vino más.
Muchos meses después me habló pidiendo un nuevo turno. Me puso muy feliz su decisión de retomar el tratamiento. Pero tampoco concurrió esa vez, y no nos hemos vuelto a ver.

Durante más o menos seis meses había concurrido con la frecuencia acordada (es muy raro que un paciente de su condición permanezca cuidándose correctamente durante tanto tiempo, máxime cuando los logros alcanzados eran tan notorios, según lo conversamos algunas páginas atrás).
Como por esos tiempos creía que la estrategia estaba dando resultados, me entusiasmé y comencé a utilizarla con otros de características similares, aunque no me animé a hacerlo con más de ocho o nueve de ellos.

Tarde o temprano todos dejaron de venir.
Algunos retornaron varios meses después; las excusas que me daban por haber abandonado el primer intento a veces eran valederas, y otras veces muy peregrinas. Pero siempre, también, volvieron a claudicar.
Siempre siguieron el mismo paradójico patrón: desaparecían más rápidamente cuanto con más velocidad desengordaban. Pero lo más malo fue que nadie, por más que lo hubiese prometido, dejó de actuar como “el otro capitán”. Siempre opinaban a favor o en contra de lo que iban logrando, y peor, actuaban en consecuencia según ellos lo decidían. Ninguno se subordinó totalmente a mis directivas por más laxas y alentadoras que estas fuesen (a pesar de haber hecho, con todos, aparentemente sólidos pactos).

Lo único positivo es que de todos los que pude averiguar, ninguno se embarcó después en “otro intento diferente”, y menos con nada que pudiese tildarse de “mágico”.
Algo he conseguido: quizá ya no desengorden más, pero tengo fe (quiero tener fe) que ya nadie los podrá estafar con alguna “propuesta milagrosa”. Seguramente en todos ellos quedo la idea, cosa que de ser cierta me haría muy feliz, de hacer las cosas bien o no hacer nada...hasta que decidan intentar otra vez lo que ahora, seguramente, consideran que es lo correcto.



Quizá usted se identifique con este tipo tan especial de gordos.
Si lo hace, seguramente no ha de sentirse muy bien a estas alturas.
Tal vez se pregunte cuál es el espíritu que encierra el escribir todas estas cosas.
Cuando algunas veces cavilaba cobre cómo darle forma a esta hipótesis, mi pensamiento dejaba de funcionar, automáticamente, cada vez que pretendía imaginar cómo darle fin.
Es voz popular que no es difícil montar a un tigre, lo realmente peligroso es apearse de él. Me siento como si estuviera en los lomos de la fiera y que ha llegado el momento de bajarme, cosa que en realidad me atemoriza.

Lo haré dándole algunos consejos y poniendo en claro algunas cosas.

Si está usted muy gordo y lo ha estado por mucho tiempo, si nunca ha conseguido más que frustraciones cada vez que ha querido cambiar su condición. Si se siente íntimamente desilusionado, sin esperanzas de encontrar alguna solución:
* Como primera medida trate ya de no engordar más, de no seguir aumentando su gordura.
* Convénzase que en realidad, como le explicaba en la octava Hipótesis, no es tan malo estar gordo.
* Mejore su modo de alimentarse. (Se lo explicaré en la decimoquinta Hipótesis.)
* Si alguna vez siente la imperiosa necesidad de consumir algo engordante porque en su vida ha aparecido un nuevo conflicto, o porque se ha agravado alguno preexistente, consúmalo sin culpas, pero antes de hacerlo tómese unos minutos para razonar: –En qué me beneficia engordar un poco más–. Si no encuentra la respuesta, luego de comer lo que le apetecía, tómese otros minutos (esta vez un poco más de tiempo) para volver a razonar -¿Qué gano haciendo todo lo posible para aumentar mi ‘conflicto eclipsante’, si el nuevo, o el agravamiento del anterior, por más que esté eclipsado sigue existiendo.
* Cambie ahora su manera de referirse al problema. Habrá notado que siempre que usé el verbo ser lo puse entre comillas (“soy” gordo). También recordará que pedí perdón por abusar de los encomillados y que más adelante le explicaría el por qué de ese abuso.
Ahora es el momento de comunicarle el motivo por el cual destaqué siempre esa palabra.
Todos usamos el verbo ser cuando nos referimos a cosas que tienen que ver con la identidad: “soy médico”, “soy argentino”, “soy padre”...Lo usamos cuando la condición que explicitamos con él es permanente (siempre seré médico, argentino y padre, por ejemplo).
El verbo estar, al que nunca encomillé, lo utilizamos para lo que es transitorio, para lo que dejará, tarde o temprano, de suceder: “estoy cansado”, “estoy confundido”, “estoy alegre”. Esas expresiones tienen en nuestra mente un concepto implícito de transitoriedad.
En Medicina, igual que en el lenguaje cotidiano, usamos “ser” para cuando algún trastorno de la salud, o algún conflicto, acompañará para siempre a quien lo padezca: “es insuficiente cardíaco”, “es hipertenso”, “es celíaco”... Y el “estar” para cuando sabemos que el problema que aqueja a alguien, forzosamente ha de ser transitorio, pasajero: “está deprimido”, “está resfriado”, “está contracturado”...
Nadie dice “soy engripado”, como tampoco “estoy diabético”. Todos saben que la gripe ha de pasar; y que la diabetes quedará para siempre, aunque se la domine, se la estabilice, aunque las cifras de glucosa en sangre se logren mantener acotadas toda la vida. El portador de ese padecimiento dice “soy diabético” porque en realidad lo es y lo será por siempre, es ahora, de alguna forma, parte de su identidad.
Los gordos, curiosamente, usan los verbos al revés. “Soy gordo”, dicen, como si estuviesen resignados a la perpetuidad de su estado. Y cuando logran adelgazar: “estoy delgado”, porque en su interior, inconscientemente, están seguros de que el logro obtenido, irremediablemente para su pesar, ha de ser transitorio (intuyen de alguna forma que más adelante volverán a “ser gordos”).
Cambie ya mismo su modo de expresarse. No diga nunca más –“soy gordo”–, califíquese con el “estoy”. Si se equivoca en la charla, corríjase inmediatamente:
–Soy gordo... ¡No!, quiero decir: estoy gordo–. Esta tan simple actitud, cuando se hace hábito, suele producir muy interesantes beneficios.
* No busque soluciones mágicas. Si no se hace uso del sentido común nada resulta, y “resultar”, en estos casos, significa únicamente perpetuar los logros alcanzados. Entonces:
* Métase en la cabeza que lo que usted “necesita” no es adelgazar, sino no volver a engordar nunca más después de haber adelgazado (o, aunque más no sea, después de haber desengordado).
* No se deje engañar por las publicidades que muy hábilmente realizadas se basan, tan solo, en la rapidez de los resultados de algún método. ¿Qué pretende?, ¿Entrar en una furibunda crisis de identidad, no soportarla, volver a engordar y embarcarse en otra torturante frustración? (Ya vimos que el proceso de adelgazamiento tiene tiempos máximos de progreso que nadie puede acelerar con métodos lógicos, racionales, exceptuando el aumento del gasto energético, con ejercicios o caminatas.)
* Si alguna vez concurre a algún médico que le inspire confianza, cuya propuesta le atrae por lo lógica, por el sentido común que muestra, “déjese llevar”, no pretenda ser un segundo capitán. No llegará a puerto si decide cogobernar la travesía.
* Si se siente identificado como alguien que utiliza su gordura como un “conflicto eclipsante”, no trate de resolver usted solo su incapacidad de adaptarse a los conflictos del segundo tipo. Pida ayuda a alguien especializado, un psicólogo por ejemplo, planteándole su problema así, simple y llanamente: -No sé adaptarme a vivir con los conflictos de mi vida cuyas causas desencadenantes no pueden ser eliminadas. Quiero que me diga si puede usted ayudarme, entrenarme, para que pueda adaptarme a convivir con ellos y así resolverlos.
* Jamás se compare con otras personas de su entorno. Así como no es para nada gratificante y consolador que su hermano esté más gordo que usted, no ha de ser peyorativo que su amiga esté más delgada (en realidad “menos gorda”), o que quizá sea delgada.
* Si decide cuidar su alimentación NO SE LO CUENTE A NADIE. Por lo menos a las personas que pueda evitar contárselo, no se lo diga.
* Esto va a parecerle muy absurdo: TRATE DE DISIMULAR LOS LOGROS QUE VA OBTENIENDO, usando ropas que le ajusten, por ejemplo. Eso evitará comentarios como –¡Qué delgada estas...!– que aunque resulten muy halagadores, no son más que formidables puntapiés a su inconsciente. Porque a estas alturas ya se habrá convencido que es él, su inconsciente, el verdadero dueño de su grasa.
La mayoría de las veces en que un gordo acude en busca de ayuda a algún profesional, no es porque su inconsciente “lo envía”, sino porque, simplemente, “lo deja ir”, él sabe que lo que logre no ha de durarle mucho. Contra “semejante enemigo” es que hay que luchar. Perdóneseme la crudeza de todos estos comentarios, pero no estoy exponiendo más que la evidencia. Es la verdad, usted sabe que es la verdad... Y la verdad muchas veces es cruel (por eso el éxito del engaño).
* El más importante de los consejos: JAMAS TOME NINGÚN MEDICAMENTO QUE TENGA POR OBJETO QUITAR EL HAMBRE. En la próxima entrega le contaré algo con respecto a las anfetaminas (esos son los medicamentos que producen tan deleznable efecto) que seguramente hará, eso espero, que jamás decida consumirlas, ni le permita a nadie que ame que lo haga. Y si ya las ha consumido habrá de espantarlo. Pero, qué quiere que yo haga: sabemos que cruel es a menudo la verdad...
* Y el último: siga leyendo, por favor no abandone aquí este blog. Vuelvo a pedirle: téngame paciencia. Vuelvo a asegurarle: verá como al final nos hacemos amigos.

¿Se ha dado cuenta que hay muchas cosas que puede hacer usted por usted?

Siempre le digo a mis pacientes que estoy de acuerdo conque la gordura es mala, pero que estoy convencido de que lo malo de ella no está en sí misma, sino en que obliga a quienes la llevan a someterse a torturantes tratamientos, la mayoría de los cuales son mucho más nefastos que la propia gordura; y que ninguno ha de tener un resultado feliz si previamente no está preparado para el cambio.

Comments:
bueno pues parece que ya esta arreglado. Me alegro muchisimo.
 
Lo leí el mismo día que lo puso pero no le dije nada por lo contundente, crudo y esclarecedor que es; me quede KAO. Muchas gracias Dr. quiero que sepa que lo leí y que seguiré leyendo hasta el final.
Luego he esperado por lo que ya sabemos, que alivio cuando lo he visto otra vez en su sitio.
Mis conflictos eclipsantes necesitan ayuda pues yo no me siento capaz de solucionarlos o adaptarme a ellos, eso lo veo claro. La buscare.
No se si llegare a ser delgada, yo intuía todo esto, aunque buscara lo fácil y mágico y no supiera ponerlo en palabras; ya me ha quedado claro que la solución no esta en formas de alimentarse exclusivamente, ya me ha ayudado a sentirme mas racional, esperanzada e "inestafable". La verdad es que como cuando se esta embarazada ves chicas igual por todas partes que antes no te fijabas ; ahora me doy cuenta del bombardeo tan grande de toda clase de productos y enredos para adelgazar cuanto negocio alrededor!!!!!!!!!!!QUE ESTAFA¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡.

Gracias y besos

Maria Isabel
 
Sí María Isabel, sí. A mi me ha sulfurado ver el gran negocio que es la gordura y desde luego que se pierda es lo que menos les interesa, cuantos más gordos haya ¡¡¡¡¡mejor!!!!!!!!
 
Contestando a María Isabel y a María Dolors (por orden de aparición):

María Isabel, me ha emocionado lo bien que ha entendido todo. Los otros días le comentaba a María Dolors lo mismo; y le hablaba de mi asombro ya que ustedes, leyendo unas cuantas páginas a las que agregamos algunas pocas comunicaciones, han logrado más
(o muchísimo más) que mis pacientes, con los que puedo conversar horas y horas en muchas consultas, y viéndonos las caras.
Pero quizá sí haya una explicación:
tan solo dos han logrado esto, ¿y los demás...?, porque no creo que tan solo sean un par las que han entrado a este blog. ¿Y aquel "usuario anónimo" que en la primera entrega sospechaba que yo era uno más "que quería ganarse unas pelas", pero que de todas formas me daba un voto de confianza, donde está?.
En agradecimiento les anticipo el título de la entrega del miércoles:
LOS NEFASTOS ANOREXÍGENOS.
Les prevengo que ha de caerles tanto o más fuerte que EL PACIENTE PROBLEMA.
Un fuerte beso a ambas (por orden de aparición).
 
Eh!!!! soy Carme, cuenteme a mi también,sigo sus explicaciones con ´muchísimo interés, si no me pongo más en contacto, es porque de momento espero la totalidad de la entrega, porque tal como ha dicho maria isabel, yo tambien intuia que el intringulis de la cuestión está en nuestra mente. Muchos animos y adelante Dr., Un fuerte abrazo para todos y todas. Carme
 
No le quepa duda que le lee mucha gente, según mi hijo, el informático, las estadisticas dicen que de cada 100 personas que leen un artículo sólo una dice algo, en mi casa le leemos 2 y sólo escribo yo. Usted adelante porque el tema es magnifico y usted una persona increible. Semejante trabajo de una forma desinteresada como es el caso, sólo puede salir de una gran persona, tiene todo mi respeto Dr.
Va un gran beso desde el otro lado del charco.
 
Contestando a Carme ya María Dolors:
Hola Carme, tiene razón, la había olvidado. YA SON TRES.
María Dolors, si su hijo tiene razon, por lo menos son trescientos. Pero yo creo que son muchísimos más; Dios quiera que lo sean, ya nos vamos a enterar.
Un beso a cada una (esta vez también por orden de aparicion. Lamento lo suyo Mariloli, es la segunda vez que queda última para el reparto - El buey lento...-)
 
jajajajajajaja bueno aunque sea la última, me llega
 
Contestando a Mariloli:

para que no vuelva a se la última, me acordé de Gloria, la chilenita, si lee todo lo dicho va a protestar, por lo que me corrijo:
SON CUATRO, por lo que si su hijo, el informático, tiene razón, ya son cuatrocientos los que han visitado el blog (¡El 33% más que hoy a la mañana!). ¿Vé que tengo razón?: son muchos más.
Un gran beso (esta vez para usted sola).
PD: ¿No conoce a ningún médico por allí, por la península ibérica, que se anime a dar una opinión? Si sabe de alguien dígale que todos le estamos esperando.
 
Hola doctor, ya pensè que se habia olvidado de mi,jaja
Bueno le cuento que despues de la conversaciòn que tuvimos, me dejo en claro muchas cosas, aunque sigo pensando que aun puedo bajar algunos kilitos mas, sigo con el plan, lo que no hago es el dìa libre , no me atrevo, sì me he salido en algunas cenas laborales, solo un poco, pero nada mas.
Doctor queria hacerle una consulta, tengo una amiga que vende unos productos "herbalife", si bien hace años tratè de bajar de peso con ellos y me fue mal, queria saber si es posible que de vez en cuando se puede cenar un batido que tienen, tiene 11 hc, y 8 gr de proteinas, en cada toma. Lo que pasa es que a veces no tengo hambre en la noche, o no tengo ganas de cocinar, ès factible tomar estas cosas??
Ud. ès el capitan y yo la obediente marinera, asi que lo que ud diga harè. Tambien venden unos polvos de proteinas, los ha escuchado?
Bueno espero su respuesta, un gran abrazo, GLORIA
 
Contestando a Pilar:

ante todo, gracias por comunicarse.
Con respecto al desayuno, a la merienda y a "no sé cómo organizarme", las respuestas las ha de encontrar en algunos días (no es que quiera hacerme el intrigante, pero es que estamos hablando de un tema tan complejo que me llevaría todo un día desarrollarlo, y ¿para qué? si es que, supongo, ha estado tanto tiempo engañada y quizá ya sin esperanzas, una o dos semanas más no han de ser mucho tiempo. De todas formas le recuerdo que lo que yo anhelo es que ustedes cambien su conducta ante vuestra cultura alimenticia; el desayuno es un buen ejemplo: una buena taza de té o café (si viviese en argentina también habría agregado
"mate cocido"), con un par de cucharadas de crema de leche (natilla)-para que el brebaje tenga gusto lácteo-, acompañado de unas fetas de jamón y queso, o una
homelet de queso -si le gusta lo salado- o de manzana -si lo dulce- es un muy buen desayuno. Es anticultural, lo acepto, pero "un muy buen desayuno al fin".
Espero que eso de "tan solo un marinero" sea la realidad.
Le mando un beso.
 
Contestando a Gloria:

¡Chita la paiasá! Estoy harto contento de que se haya comunicao conmigo, pué. Pero qué mala memoria tiene usted, niña. No tiene que bajar algunos kilitos más, si es que tiene algo por bajar son "centimetritos" ¿Es tan dificil de entender? (Yo se que de entender no, pero de aprehender sí).
Con respecto a los productos adelgazantes, ya ha visto los resultados: SON TODAS TRAMPAS PARA RECAUDAR EL DINERO CONQUE LOS GORDOS PRETENDEN PAGAR LA CULPA.
¿Para qué insistir con otra trampa?
Si alguna vez no tiene ganas de cenar, no hace falta que cocine.De hecho, cuando venimos muy tarde y cansados del consultorio a nosotros nos pasa lo mismo. Pues en esas noches nos arreglamos, y muy bien, con trozos de queso Holanda, salame picado grueso, aceitunas negras y manies, todo regado con enormes vasos de 7Up free o Sprite Zero. ¡Y a dormir!
No ha de negarme que eso es muchísimo más rico que un batido de quién sabe qué cosa.
Un beso mi chilenita, y use la imaginación, que, entre otras cosas, para variar las comidas se ha inventado.
 
Hola,Doc,Cómo esta?????.Le escribe Mariana, la hija de sus pacientes Ana y Tizón (Tyson para los íntimos....).
Doctor,en primer lugar,quiero agradecerle que me haya atendido hoy por teléfono,prontito nos veremos.Luego de hablar con usted y de enterarme de esta página,me enganché y lo estoy leyendo que no puedo parar.
Y aprovechando este medio,ya que ahora vivo un poco más lejos,me atrevo a pedirle que me saque de una duda que tengo.
Como usted sabe y nos conoce,tanto mi mamá como yo somos de contxtura delgada (marca "Magret" en el caso de Ana).
Mi peso de toda la vida fué como máximo de 52 kilos,con toda la furia.
Despúés de tener a Santi,volví a este peso en 8 meses sin hacer ni dieta ni gimnasia ni nada.
Peeeeeeeeeeeeeeerooooo,(acá empieza el lamento),al cumplir los 40 engordé de golpe 5 kilos que se quedaron a vivir en mi cuerpito sin pagar alquiler...
Y aparte vinieron acompañados de OOOOOOOOOOOOOOOOHHHHHHHH!!!!!!la innombrable (celulitis).Estos kilos se desparramaron confortablemente en mi abdomen y los muslos y allí quedaron.
Mi rutina de vida no ha cambiado,ni mi manera de alimentarme.
A mi me gustaría saber qué cuernos pasó por acá,ya que a pesar de no ser una cantidad excesiva de kilos,la verdad es que me molestan,acostumbrada a lo que pesé siempre.
Espero su respuesta,(no vale decir que estoy pre-menopáusica,je).
Le mando un cariño grande y nos vemos prontito.
Gracias .
Mariana
 
Doctor, acabo de leer este capítulo y me siento en shock, lo descubrí hace un par de días y lo he estado leyendo, tengo 26 años y soy de méxico, me gustaría ponerme en contacto con usted, le dejo mi correo y le pido alguno al cual pueda comunicarme de forma privada o algún teléfono para marcarle, le agradezco de antemano
Alex
 
Hola Alejandro.
Gracias por comunicarse.
Escríbame a mi mail:
cesareo_rodriguez@hotmail.com
 
Que razón tiene dando los consejos, en especial el ocultar el cuidado de la alimentación a los demás y las ropas, pues los halagos, observaciones de los demás, son terribles a nivel psíquico, no se sí es porque en el proceso de desengordar esta intrínseco el miedo a volver a engordar y esos cumplidos los interpreta el subconsciente como un ataque, lo cierto es que a personas que han logrado desengordar cuando se les dice lo delgadas que están, o guapas e inclusive "oye, no adelgaces más" se sienten incómodas en mayor o menor grado, quizá eso sea un síntoma de crisis de identidad y por eso se vuelve a lo antiguó y seguro. La mente es un misterio individual y a la vez, colectivo. Pura paradoja. Gracias por compartir
 
Es así, Helena. Exactamente así.
 
Como se sabe tan rápido que un paciente será un "paciente problema" con tan poco tiempo de conversación? Porque aunque se desengorde rápido,supongo que cada físico responderá de una manera diferente, es por la manera de hablar o de expresar ideas de una manera dogmática? O tal vez detecte de alguna manera que ese paciente quiere imponer su criterio y que todo lo que usted diga para ayudarlo será en vano?
 
Hola Helena.
La respuesta no tiene más remedio que ser muy simple: EL DIABLO SABE POR DIABLO, PERO MÁS SABE POR VIEJO.
Aunque, debe ser reconocido: él también se equivoca de vez en cuando.
 
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